

Nos sorprenderemos al descubrir lo que es la Santa Misa: el Sacrificio que Jesucristo hace por cada persona humana, pero también el momento en que viene para que le comamos y para quedarse con nosotros en el Sagrario. Nos llenaremos de asombro ante el milagro tan grande que se produce cada vez que un sacerdote celebra la Eucaristía. Y veremos cuál es nuestro papel en ese sacrificio, qué podemos hacer en cada instante de la Misa. Vamos a procurar penetrar en el profundo significado de un gesto del sacerdote, de una palabra y hasta de un silencio que antes nos parecían insignificantes, y que ahora cobrarán fuerza y sentido distintos.
Nos adentraremos en un lugar precioso -un palacio- que está lleno de tesoros, y aprenderemos a valorar las obras de arte que hay allí. Detrás de cada oración, de cada gesto, de cada parte de la celebración en la que nos vamos a introducir, descubriremos riquezas insondables, maravillas que jamás habríamos imaginado encontrar. Contemplaremos en la liturgia de la Eucaristía algo que superará todos los tesoros conocidos: el amor de Dios. Dios que se encarna, que se hace hombre para que alcancemos y vivamos de ese amor suyo, creador de todos los amores de la tierra. Dios es inmensamente feliz, infinitamente feliz y viene para hacernos partícipes de su felicidad
La intención de este libro es que el lector se sorprenda. Ante las cosas de Dios lo normal es asombrarse. El que las conoce se emociona y agradece, el que las ignora se aburre y no valora. El amor auténtico siempre causa sorpresa. Y el amor de Dios, que es el amor de los amores, necesariamente ha de producir asombro, admiración, sorpresa. Es una manifestación lógica de quien atisba lo sobrenatural. Por eso cuando se introduce la rutina es que falta amor. Al contemplar el amor que Dios nos tiene, que le ha llevado a hacerse hombre, a morir por nosotros en la Cruz y a quedarse bajo la apariencia de pan…, no podemos menos que asombrarnos, con un asombro lleno de agradecimiento. Eso pretendemos al tratar de explicar en este libro lo más grande que poseemos en la tierra: la Eucaristía. Tenemos a Jesucristo mismo que se entrega, que se anonada escondido en el pan. Y ese gran milagro de amor se produce en la Santa Misa.

Es bien sabido que —por regla general— el mejor papel que interpreta un niño en una representación es el de niño. Cuando hace de lo que es en la vida real —de niño y nada más— su actuación cobra especial fuerza. Quizás por eso la maestra les propone algo que acogen con entusiasmo: les aconseja que prueben a ser niños. Niños que, al ver tanta gente, —llevados por la curiosidad típica de esa edad— se acercan al camino del nazareno.
—Y ahora —les dice— que cada uno escriba una breve frase sobre lo que pensaría, diría o haría en cada momento de la pasión, en cada estación.
Los niños, con lápices afilados, apuntan ya hacia el papel. El resultado son muchas frases ardientes, infantiles, inocentes: auténticas. Nosotros nos hemos limitado a seleccionar las “mejores”, y a reproducirlas en letra pequeña, encima de cada estación. De ellas ha salido este via crucis, con el que quisiéramos ayudar a otros muchos niños, y no tan niños, a hacer lo mismo: a contemplar la pasión, desde una perspectiva distinta..., “con ojos de niños”.

Es muy propio en la infancia preguntarlo todo. Quieren saber cómo es el cuerpo de Jesús resucitado, les interesan las propiedades de ese cuerpo glorioso que atraviesa paredes y que a la vez se puede palpar, como hizo el apóstol Tomás. Les gusta saber que puede comer como nosotros, pues cuando se apareció a los discípulos comió, según el Evangelio de san Lucas, un trozo de pez asado. Les asombra que los discípulos no le reconozcan rápidamente, que pueda aparecer y desaparecer a su antojo. Les encanta también pensar en la Virgen, y se la imaginan en el Cielo como la Reina de una gran fiesta celestial, con una corona muy grande, llena de diamantes y estrellas. Preguntan por el Purgatorio: qué hacen los que van allí, cómo pasa el tiempo en ese “sitio”… Comparan los sufrimientos del Purgatorio con los de la tierra y sacan conclusiones.
El profesor, ante tanto interés, decide recopilar en una hoja imágenes para presentárselas a los niños. En primer lugar cinco sobre los misterios de gloria: Jesús resucitando glorioso entre los soldados desmayados, subiendo a los Cielos con los discípulos mirando embobados, las lenguas de fuego bajando sobre las cabezas de María y los discípulos, la Virgen entre las nubes subiendo al Cielo, y la Coronación de nuestra Señora rodeada de ángeles. Y después, en el mismo papel, recoge otras siete imágenes sobre realidades eternas: Jesús en el Cielo, el encuentro de cada uno con Jesús al llegar al Cielo, el arcángel san Miguel aplastando la cabeza del demonio, algunas personas rezando en el Purgatorio, una imagen amable de san José, unos ángeles rodeados de estrellas. Y, por último, un niño en el Cielo, representando a los santos que ya están gozando de Dios, entre los que -por supuesto- se encuentran también muchos niños.
En una clase de religión el profesor entrega una hoja con estas viñetas impresas a cada niño. Dice que les va a hablar del Cielo al hilo de cada imagen. Ellos tendrán que imaginarse la escena y escribir a un lado lo que les sugiera, lo que se les ocurra, lo que le dirían a san José, a la Virgen o a los santos si pudieran estar ahí con ellos. El resultado son unas frases breves, muy imaginativas, que sólo se les podrían ocurrir a niños.
Estas imágenes contempladas y narradas por un niño, además de servir a los mismos niños para imaginarse el Cielo, también ayudarán a “los mayores” a vislumbrar las realidades eternas de una manera distinta: a contemplar el Cielo, …“con ojos de niño”.