La historia que vamos a contar sucedió el 14 de julio de 2007. Abuna Nirwan fue a visitar a su familia en Iraq. Fue con un taxi que contrató en la frontera de Siria. Lo contaba él mismo en la homilía de una Misa que celebró en Bet Yalla: “En aquellos momentos no había posibilidad de ir en avión a ver a mi familia. Estaba prohibido. El medio de transporte era el automóvil. El plan era llegar a Bagdad y desde allí ir a Mosul, donde vivían mis padres. El chofer tenía miedo por la situación que se vivía en Iraq. Nos pidió una familia –padre y madre con una niña de dos años- si podían viajar con nosotros. El taxista me dijo que se lo habían preguntado y no puse ningún reparo. Eran musulmanes. El chofer era cristiano. Les dijo que había sitio en el coche, y podían ir con ellos. Paramos en una gasolinera, y otro hombre joven, musulmán nos pidió ir a Mosul. Como había sitio también fue aceptado. La frontera entre Jordania e Iraq no se abre hasta que no amanece la mañana. Cuando salió el sol se abrió la barrera y unos cincuenta o sesenta coches salieron en fila avanzando lentamente todos juntos.
Seguimos con determinación el viaje. Después de más de una hora de coche llegamos a un lugar donde había una inspección. Preparamos los pasaportes. Nos detuvimos. El chofer dijo: tengo miedo de ese grupo. Antes era un check point militar, pero los de una organización terrorista islámica mataron a los militares y se hicieron con el control del lugar. Cuando llegamos nos pidieron los pasaportes, y no nos hicieron bajar del coche. Se llevaron los pasaportes a la oficina. Volvió la persona, se dirigió a mí y me dijo: Padre, vamos a seguir con la investigación. Pueden dirigirse hasta la oficina que hay más allá. Después ya es desierto. Muy bien, respondí, si tenemos que ir iremos. Caminamos un cuarto de hora hasta llegar a la cabaña que nos indicaban.
Después me empujó desde el hombro hacia abajo hasta que me arrodillé, y dijo: tú eres clérigo, y está prohibido que tu sangre caiga al suelo porque sería un sacrilegio. Así que fue a coger un cubo, y volvió con él para degollarme. No se qué recé en ese momento. Sentí mucho miedo, y le dije a María Alphonsin: no debe ser por casualidad que te lleve conmigo. Si es menester que el Señor me lleve joven estoy listo, pero si no te pido que nadie más muera. Cogió mi cabeza con su mano, me sujetó el hombro con fuerza, y levantó el cuchillo. Unos momentos de silencio, y de repente dijo: ¿quién eres tú? Yo contesté: un monje. Y contestó: y por qué no puedo bajar el cuchillo. ¿Quién eres? Y ya, sin dejarme contestar, me dijo: Padre, tú y todos volved al coche. Nos fuimos hasta el donde estaba el vehículo.
Desde ese momento he dejado de tener miedo a la muerte. Sé que algún día moriré, pero ahora tengo más claro que será solo cuando Dios quiera. Desde entonces no tengo miedo a nada ni a nadie. Lo que me suceda será porque es voluntad de Dios, y Él me dará la fuerza para acoger su Cruz. Lo importante es tener fe. Dios cuida a los que creen en Él.
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