domingo, 31 de agosto de 2008

Diario de un peregrino. Día tercero.

Viernes, 2 de mayo. Viaje al norte.

Desde el Monte Zión, cercano a nuestro hospedaje, hay un tranquilo y luminoso paseo hasta las murallas. El sol aún no calienta a estas horas tempranas, y al trasponer la Puerta de Jaffa encontramos un Jerusalén que despierta un día más para acoger a millares de peregrinos, y para dar a sus habitantes las cotidianas plazas y calles donde transcurren sus vidas. Nada más entrar se pasa junto a la Torre de David, baluarte de la defensa de la ciudad, y desde aquí caminamos esta mañana descubriendo el ir y venir de su gente, las labores de limpieza, los niños uniformados entrando a un colegio ortodoxo, los tenderos disponiendo sus comercios, los monjes detenidos a la puerta de algún convento llenos de gravedad tras sus hábitos; una pendiente escalonada nos lleva hasta una calle del zoco aún por despertar, parcialmente abovedada, que recibe la luz del día naciente a través de tragaluces, provocando una especie de ilusión óptica que sitúa las figuras y las formas en un ambiente vaporoso e irreal.
Una salida lateral a través de un callejón perfumado de incienso nos sitúa de nuevo en la plaza del Santo Sepulcro. Esta es la mejor hora para visitarlo, y también de anochecido, cuando sólo los más piadosos se mantienen dispuestos a no abandonar nunca el lugar, a pasar las largas horas arropados por sus muros de piedra y su constelación de lámparas con llamitas luminosas. Distintos oficios ocurren en las múltiples capillas, como si de una Torre de Babel entregada a la oración se tratara. El ermitaño continúa en su sitio, ajeno como ayer, y una mujer de juventud imprecisa, cuyos ropajes negros dejan tan sólo entrever su tez infinitamente pálida, dirige su mirada perdida a la atmósfera gris al tiempo que aferra con sus manos un pequeño libro religioso. Los fieles comienzan a deambular alrededor del Sepulcro; todavía no se puede visitar, los aventajados guardianes no han terminado de prepararlo para este nuevo día.
Desandamos las calles y volvemos a salir por Jaffa para ir al Jerusalén nuevo y moderno. Vamos a alquilar un coche y subir hasta Galilea – unos 150 Km. – siguiendo el curso del río Jordán. Siento una gran emoción al pensar que voy a ver lugares que hasta hoy sólo había alimentado mi imaginación escuchando los Evangelios.

¡El desierto de Judea! Una masa gris y pedregosa se precipita hacia el oriente una vez coronado el Monte de los Olivos. Colinas y valles resecos son increíblemente aún habitados por beduinos que reúnen miserables casas de palos y hojalata junto al cercado de sus rebaños de cabras, sobreviviendo sin duda como lo han hecho durante generaciones desde hace milenios. La carretera atraviesa estos parajes como una actualidad disonante dificultando su justa contemplación, pero si entornas un poco los ojos y los diriges hacia la atmósfera brumosa que se eleva desde el mar Muerto, entonces, puedes ver llegar las caravanas provenientes del norte, desde Siria, desde Irán… nutridas de mercaderes que acuden a Jerusalén siguiendo el Jordán hasta llegar a ese mar hundido y ponzoñoso de presencia eterna. Muchos peregrinos se habrán incorporado a su estela para protegerse de malhechores, y se disponen para ascender hasta la ciudad santa. Así lo harían también Jesucristo y sus Apóstoles cuando desde Galilea peregrinaban para celebrar la Pascua, Pentecostés o la Fiesta de los Tabernáculos.
El mar Muerto reverbera como una mancha gris y oleosa embalsado entre yermas montañas. Sorprende ver tan cerca de su orilla una verde extensión donde se adivina entre palmeras la antiquísima Jericó, al pie de una pared desértica cubierta de grietas y recovecos por donde estuvo Jesús mientras ayunó y oró en su retiro. Pronto el valle se hace fértil y continúa su ascenso hacia el norte. Escenario que vería a Juan el Bautista anunciar al Mesías poco antes de sufrir joven el martirio.

¡El lago Tiberiades! ¡El mar de Galilea! Qué momento tan mágico al contemplarlo por primera vez. Sus aguas, de un color limpio y celeste, bañan este lado creando una tierra fértil, con campos de cereal, plantaciones de frutales y orillas arboladas. Esta sí parece la Tierra Prometida. En frente, el desierto montañoso jordano, y más hacia el norte, los altos del Golán, estériles y estratégicos.
Reposamos a la luz del medio día en el Monte de las Bienaventuranzas. La vista desde allí es espléndida. Trigales y olivos ocupan ahora el lugar donde cientos de discípulos se sentaban pendiente abajo, con el mar y el cielo al fondo, para escuchar las palabras del Señor. Quiero imaginar su voz llegando hasta los últimos en situarse, vigorosa y clara, con la serenidad que se desprende de sus enseñanzas. Bienaventurados… así leemos una tras otra las prodigiosas palabras, dejando que llenen el aire una vez más y para siempre.
De Cafarnaún quedan unas espléndidas ruinas que muestran entre otras la que con absoluta certeza fue la casa de Simón Pedro. Desde ella, Jesús debió de pasearse por sus calles, visitar la sinagoga o descender a las orillas del lago para reunirse con los pescadores. En un lugar cercano a la villa, una pequeña iglesia rememora el lugar donde llevó a cabo el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Bajo su altar se encuentra una pequeña roca oscura y santa testimonio de aquel hecho. Junto a ella, un primoroso y sencillo mosaico recrea alegóricamente aquellos alimentos. Salimos y nos sentamos junto a la orilla. Tocamos el agua y permanecemos durante unos minutos en absoluto silencio, tan sólo contemplando su quietud surcada lentamente por una pequeña embarcación.
Llegados a Tiberíades paseamos un trecho hasta el puerto y tomamos ¡el pez de San Pedro!, a buen seguro descendiente genético de aquellos de entonces. Nuestro cuerpo y nuestro espíritu se sienten colmados.
Nos alejamos de allí camino de Nazaret, pero antes de llegar ascendemos al monte Tabor, en cuya cima se levanta la Basílica de la Transfiguración, construcción de época moderna y atendida por padres franciscanos. Un paseo por las inmediaciones te permite contemplar una vista prodigiosa de la llanura que se extiende a sus pies y, allá enfrente, las edificaciones de Nazaret sobre una colina. No se conoce el lugar preciso hasta el que Jesús subió para rezar con sus apóstoles más queridos –Pedro, Santiago y Juan-, ni dónde se transfiguró apareciéndose a ellos acompañado por Moisés y el profeta Elías, pero basta con rememorar aquella escena evangélica y compartir con decenas de fieles –muchos de ellos hindúes- una oración.

Llegamos a Nazaret fatigados de tantas emociones, ahítos de historia y fe, inmersos en vivencias bíblicas. Esta ciudad nos sitúa en otro instante, otro espíritu, inherente a la figura de Jesús para tantos cristianos; aquí se peregrina en pos de la Virgen, es en Nazaret donde comienza todo. En memoria de su divinidad se levanta la Basílica de la Encarnación, donde se respira un no sé qué dulce y maternal. Un paseo por el patio central te permite contemplar sus muros de piedra nueva, limpia y clara. En su interior se disponen dos niveles, ambos compartidos, puesto que desde una balconada participas también de la iglesia inferior, uno de cuyos laterales alberga la Gruta de la Anunciación. Ante ella, tras una delicada verja, contemplamos un fragmento de aquel poblado evangélico donde la Virgen fue visitada y anunciada por el ángel Gabriel.
Decenas de peregrinos de tez oscura y hábitos orientales guardan su turno para venerar, ¿por qué no?, ese espacio divino y arcaico donde en paz viviría Jesucristo su juventud, cuidado y amado por María y José. Una mujer se queda postrada ante la puerta de aquella habitación-cueva que esconde al fondo unos toscos peldaños de piedra, y dirige sus manos y ojos vidriosos hacia delante en un intento quizás de ver y tocar, de estar más cerca de la escena Divina.
Ya afuera se reúnen todos para entonar cánticos mientras sus coloridas vestimentas y porte exótico dan a la tarde que se extingue en tonos pastel un balanceo de verdadera alegría y esperanza. Poco después, paseando por las calles de Nazaret, apenas consciente del espacio físico por el que me muevo, comparto mi alma y dejo allí mi confesión sincera. Iniciamos el camino de vuelta a Jerusalén bien entrada la noche.

domingo, 24 de agosto de 2008

Diario de un peregrino. Día segundo.

Jueves, 1 de mayo. Recorrido por Jerusalén.

Jerusalén se muestra más real a la luz del sol. Bordeamos la muralla hasta la Puerta de Damasco y por ella entramos de nuevo a la ciudad, llena de vida legendaria, donde cientos, miles de musulmanes se afanan en el zoco con sus inagotables mercancías. Cada rincón está lleno de sonidos, colores, aromas… todos ellos embriagadores, que nos excitan y nos llevan a evocar el pasado lejano. Es fácil imaginar, sobre un trazado similar, el ir y venir de sus pobladores en tiempos de Jesucristo.
Pronto llegamos a una intersección con la Vía Dolorosa, y apenas somos capaces de reconocer los pasos que ayer dimos en absoluta soledad y silencio. Subimos por la calle santa desde la esquina donde se encuentra el Austrian Hospice, y al momento nos detenemos al paso de una procesión de peregrinos que se turnan para llevar a hombros una cruz, mientras salmodian y liberan su piedad y sus gestos de dolor. Continuamos hacia el comienzo de la Vía sin detener nuestros pasos. Más tarde haríamos el camino completo que hizo Cristo hasta el Calvario. La luz del día, y en cierto modo la multitud, parecen dar un aire de vulgaridad a lugar tan santo. Fue providencial el poder contemplarlo anoche transfigurado por la penumbra.
El ascenso por aquellas calzadas nos lleva a la Basílica de Santa Ana, donde se recuerda a los padres de la Virgen. Muy cerca pueden visitarse unos impresionantes restos arqueológicos, la Piscina Probática, cuyas ruinas esconden la veracidad y la historia del lugar: tallada en la roca; se muestran profundos estanques, plataformas y piletas, todo ello enmarcado o emergiendo entre vestigios de muros, arcos y columnas salpicados de vegetación salvaje. Esta cisterna abastecía de agua al Templo, fueron baños públicos de reconocidas propiedades curativas, y aquí es donde Jesús llevó a cabo la curación del paralítico.
La puerta de San Esteban abre la visión al valle de Josafat. ¡El valle de los muertos! Allí reposan cristianos, musulmanes y judíos; un lugar cerca del Cielo para todos ellos. Descendemos por la ladera hasta el fondo del barranco del torrente Cedrón. A partir de aquí se eleva el Monte de los Olivos.



En seguida llegaremos al Getsemaní, huerto donde se retirará Jesús con tres de sus apóstoles –Pedro, Santiago y Juan- y será prendido. Allá donde El se apartó como “un tiro de piedra” para orar, se levanta hoy la Basílica de la Agonía, de estilo bizantino, delante de cuyo altar se venera la losa de piedra sobre la que según parece el Señor oró en la víspera de su pasión. Ricos mosaicos celestes salpicados de puntos estrellados cubren sus cúpulas evocando la noche en que ocurrieron tales hechos. Los monjes franciscanos mantienen el recinto primorosamente cuidado, incluído un jardín con olivos milenarios que bien pudieran haber sido testigos excepcionales de aquella noche. Observando sus retorcidos y catedralicios troncos es difícil no concederles la gracia de su leyenda.
A partir de aquí no ascendemos más, sino que bajamos de nuevo al barranco con el propósito de seguir la muralla hacia el extremo sur, y hacer así el camino que Jesús el Nazareno recorrió maniatado desde el huerto, una vez preso de la patrulla romana y los guardias de los fariseos. Frente a nosotros tenemos ahora la Puerta Dorada – hoy tapiada por obra de albañilería sarracena -, aquella que sólo se abrirá en el fin del mundo, el día del Juicio Final. Los muertos que reposan en la ladera frente a ella ocuparán verdaderamente una posición excepcional al llegar tal acontecimiento. Nosotros no reparamos demasiado en ello.
Al atravesar el Cedrón y comenzar a subir hacia la muralla pasamos junto a la tumba del hijo del rey David – columna de Absalón –, la de Santiago el Menor y la del profeta Zacarías; vestigios del pasado remoto cincelados en la piedra. El sol es cegador mientras caminamos. Aquí, la imponente pared vuela sobre el valle haciendo que su ángulo, el llamado Pináculo, se distinga inaccesible para quien quisiera conquistarlo. Dicen que desde él tentó el Demonio a Jesucristo invitándole a saltar.
Continuamos bordeando la ciudad en busca del Cenáculo. Las callejuelas discurren flanqueadas por un mundo de piedra sin un trazado real. Un túnel, una puerta, una escalera te introduce en un nuevo espacio, quizás a otro nivel del suelo, a otra altura que te lleva a otros patios, que a su vez te conducirán hasta azoteas hermanadas con deslumbrantes cúpulas. Allá arriba descubrimos a un grupo de peregrinos que entonan a ese cielo milagroso sus cánticos gospel, lanzando también hacia arriba oscuros brazos y túnicas multicolores. El fervor se encuentra en cada lugar de esta ciudad.

El recinto donde se supone que Jesús celebró con los Apóstoles su última cena pascual judía es una sala sobria que invita al recogimiento. Me detengo tratando de imaginar la escena, la presencia, las palabras imborrables, las apariciones postreras…la dulzura del recuerdo tapiza estas paredes sencillas. La oración brota sincera.
Muy cerca, se llega a la Iglesia de la Dormición de la Virgen. Al descender a la cripta encuentras yaciente su figura de mármol como si fuera de cera. Una gran paz lo envuelve todo. Estaremos sentados a sus pies mientras nos dejen tranquilos.
Pasamos intramuros por la Puerta de Sión.
A primera hora de la tarde nos dirigimos a la Vía Dolorosa para rememorar, ¡para vivir!, la Pasión de Jesucristo. Es necesario abstraerse, pensar tan solo en cada estación lo que allí sucedió, dejar vagar el alma y las oraciones. A veces el gentío nos envuelve, pero tan sólo el lugar es trascendente. Jesús es condenado, carga su cruz, cae…capillas y rincones rememoran cada suceso. Todos los cristianos del mundo están aquí representados, como una pátina que cubriera estas losas superpuestas una y otra vez a las que pisó el Cristo, estas paredes que angostan el camino como provocando mayor contrición, y que te conducen bajo arcos y penosos ascensos hacia el Calvario. Atravesamos un convento copto, coloridas capillas abisinias y por una estrecha puerta salimos a un sombrío rincón ¡de la plaza por la que se accede al Santo Sepulcro! La oración y el recogimiento se disipan entre la muchedumbre y la sorpresa.
Ningún templo de la Cristiandad puede compararse a este. A través de los siglos, generaciones de creyentes han ido adosando santuarios, arcos, columnas, iglesias, túneles, escaleras que descienden a las entrañas del Gólgota, tumbas excavadas en la roca y escondidas en un mundo de caverna…
Traspasar la enorme puerta te conduce a un universo de arcaísmo, donde las profundidades envueltas en sombras comienzan en una especie de vestíbulo que alberga la losa de La Unción. Su autenticidad queda en entredicho, pero la Iglesia Ortodoxa Griega la venera con grandísima pidad, y así, sus fieles no cesan de postrarse ante ella, derramando lágrimas sobre el mármol rosado, besando y secándolo con sus pañuelos para llevarse éstos impregnados quizás de los aceites y perfumes que envolvieron al Señor. Un Patriarca se acerca rodeado de su séquito que le libra de la incomodidad de otros fieles, se inclina venerablemente y besa la brillante piedra. A continuación se dirigen a través de la penumbra hacia lo que se adivina una gran nave iluminada por miríadas de lámparas que cuelgan creando un ambiente de arcaico esplendor.
Seguimos el Vía Crucis casi trepando por una angosta escalera situada poco después de la entrada y que parece penetrar en el muro o en la montaña para conducirte hasta la cima del Calvario. ¡Qué lugar tan santo y lleno de devoción! En este nivel superior se encuentran dos capillas: una de la Iglesia Latina, custodiada por los Franciscanos, de exquisita sencillez, sobre cuyo altar un mosaico muestra a Jesús siendo crucificado junto a la imagen de la Dolorosa. Otra, propiedad de la ortodoxia griega, llena su espacio de lámparas de plata y oro, de iconos y paredes policromadas. Bajo el altar puede palparse el hueco de la roca que mantuvo la Cruz. El espíritu, al igual que los fieles, se agita, se postra ante este lugar santísimo y trata en vano de buscar el recogimiento sublime que quizás ha encontrado una figura de mujer, una sombra de ropas negras que se reduce así misma sobre un banco lateral.
Antes de bajar de aquella tribuna del sacrificio un balcón sobre el vestíbulo te sitúa entre decenas de lámparas colgantes, solas o en racimos, muestra de un sentido de la competencia entre latinos, griegos y armenios, que pugnan por elevar su autoridad y sus dominios en función de las luces que les son permitidas colocar, tras las cuales aparecen otros arcos, capiteles, pasajes, nuevas capillas como púlpitos…, confinado todo en una atmósfera de irreal arquitectura. Abajo, la Unción continúa atrayendo a mujeres de aspecto campesino que se arrodillan cubiertas sus cabezas con pañuelos y extienden sus brazos como queriendo abrazar el mármol pulido por los siglos y sus manos.
Una vez en el nivel principal de la Basílica, puede observarse la roca cruda y desnuda del Gólgota, la grieta que se abrió bajo la cruz, justo donde está situada la Capilla de Adán, debajo mismo de La Crucifixión. Y aún más abajo, como si de una caverna se tratara, se encuentra un altar en una pequeña nave no excavada, presente de forma natural en las entrañas mismas de la roca que le sirve de techumbre. El alma se encoge ante tanto peso espiritual. Un murmullo de rezos se extiende por doquier, avanzando por nuevos pasadizos, bajo arcadas de penumbra.
Se llega a una rotonda central iluminada en dorados por la luz celestial que llega desde su alta cúpula. Un templete gigante, escoltado por ciclópeos candelabros, guarda celosamente el Santo Sepulcro. Gentes de todas las razas, cristianos del mundo, se agolpan a su puerta deseosos de ver y tocar lo inefable. No dispongo más que de pocos segundos para encontrarme en tal lugar, suficientes para sentir como si de aquel angosto nicho, tenuemente iluminado, brotara toda la soledad del mundo, el silencio absoluto, la nada, el inicio de todo. La losa sobre la que reposó el cuerpo es de color y textura carnal. No puedo ver nada más, tan solo unas lucecitas que penden de las paredes remarcando quizás el tránsito que allí se siente: el paso de la muerte a la vida. En aquel espacio, Jesús se levantó, y yo siento cómo abrazo la fe y la esperanza que me enseñaron, sin resquicios ni dudas. He de salir. La orden taxativa del guardián no deja lugar a titubeos. Es un monje de la ortodoxia griega, de túnica oscura, bonete y largas barbas blancas.
En el lado opuesto a la entrada, incrustada en el arcaico monumento, existe una diminuta capilla en la que un ermitaño hace a su vez guardia eterna, ajeno a todos los que nos asomamos. Y muy cerca se accede a una cueva que también dará paso a extraños y remotos lugares a través de puertas cerradas. Al fondo, en aparente inexistencia, está la tumba de José de Arimatea, quien mandó prepararse ésta después de ceder la suya propia al Cristo para que pudiera ser enterrado antes del anochecer de aquel Viernes Santo, víspera de la Pascua judía. El mismo Herodes le dio permiso para que Jesús fuera descolgado y sepultado. Me invade la sensación de estar en el lugar de los hechos y ¡ay!, casi la de estar allí entonces, rodeado de huertos, a los pies del Gólgota, con un aire frío que mece las ramas de algún árbol, una luz crepuscular y el olor de la muerte y el fin. Juan abraza aún a María inmersos en el dolor, y saben que todo ha de ser arreglado.
Sólo los siglos han permanecido aquí, en este santísimo escenario, pacientemente enriqueciéndose de infinita fe.

domingo, 17 de agosto de 2008

Diario de un peregrino. Llegada, día primero.

Estuvieron aquí unos amigos hace unas semanas. Solo pudieron venir 3 días y parte de 2 días. Nos organizamos para ver los lugares santos más importantes. No sólo los de Jerusalén, sino también Belén y el norte del país. Ciertamente fue intenso, pero disfrutamos muchísimo. Uno de ellos publicó en su diario las vivencias e impresiones de estos días. Le pedí permiso para publicarlo en el blog, pues pienso que ayudará a mucha gente a plantearse viajar a Tierra Santa..., aunque sólo dispongan de 3 días. Y, por supuesto, no sólo por la belleza de los lugares que aquí se pueden contemplar, sino sobre todo por la huella interior tan grande que deja, como muestra tan acertadamente este peregrino en sus líneas. Utiliza un lenguaje poético que ayuda a saborear las vivencias en estos lugares tan especiales. Hoy sólo publicaré la llegada y primeras impresiones de la primera tarde noche en Jerusalén. Se trata de la visita al lugar central de la ciudad Santa: el templo. Y lo que queda del templo: el muro de los lamentos, con toda la carga espiritual que tiene para tantas religiones.





Miércoles, 30 de Abril. Llegada y primer día en Jerusalén.

"Llegamos a Tel Aviv por la tarde, esperanzados de ver Jerusalén con las últimas luces del día.
Nada más hospedarnos decidimos visitar el Muro de las Lamentaciones. Entramos a la vieja ciudad por la Puerta de Herodes sin saber muy bien qué dirección tomar, así que pronto nos sentimos inmersos y perdidos en un laberinto de callejuelas que nos engulle hasta lo más profundo del barrio musulmán. La sensación es de que todas las miradas de los que por allí se sientan, deambulan entre inmundicias a las puertas de comercios cerrados, se agrupan ya entrada la noche para ver la televisión… todas esas miradas parecen seguirnos. Nos vemos obligados a pedir ayuda, y así vagamos en la dificultad de hacernos comprender, sorprendidos de pronto por la certeza de estar en la misma Vía Dolorosa, fascinados por lo verosímil, por el encuentro casual de un pasadizo que sin lugar a dudas nos conducirá hasta el Muro.
Llegados a la plaza, decenas de figuras la cruzan con aire espectral mientras se aproximan a la pared milenaria, se postran ante ella, balancean su cuerpo hasta golpear con la frente las enormes piedras colocadas por el rey Herodes, en ocasiones convulsionan sus miembros como marionetas fuera de si. Es difícil comprender tal estado de posesión, tal exaltación. Sus vestimentas, sus signos de identidad, su mirada atávica, crean el temor hacia lo irracional, la desconfianza que sucede a lo incomprensible. Puñados de papeles masillan las grietas de la pared dejando constancia de un deseo, una voluntad que clama justicia incontestable.
Desde el extremo del Muro reservado para hombres se accede al túnel de los Asmoneos, reliquia del pasado y expresión misma del fanatismo hebreo, donde los fieles se entregan sin pudor a su éxtasis espiritual, solitarios o en grupo alrededor de un rabino que cuchichea y balancea sus salmos. Un murmullo entrecortado parece desprenderse de los rincones aislados, los anaqueles repletos de libros de la Torá o de la misma pared milenaria que soporta lo que un día fue la explanada del Templo de Salomón.
La noche avanza y un día más acaba para esta antigua y devota ciudad".

domingo, 10 de agosto de 2008

La Asunción de la Virgen María

Celebramos el día 15 de este mes la Solemnidad de la Asunción de la Virgen. Nuestra Madre que es llevada en cuerpo y alma a los cielos. En Jerusalén hay un lugar que conmemora este acontecimiento. Se trata de una iglesia que está en el monte Sión, muy cerca del lugar donde se encuentra el Cenáculo. La iglesia es preciosa. Al llegar se entrevé imponente entre altas paredes. Pero lo que más llama la atención –a mí al menos- es bajar a la cripta y encontrarse con la imagen de la Virgen durmiente, antes de ser llevada al cielo. Se encuentra en el centro de una estancia amplia. El lugar y la imagen invitan a rezar. Frecuentemente acudo con amigos a rezar el rosario ante esa imagen de nuestra Madre.

En este lugar originalmente había una Iglesia Bizantina conocida como la Santa Sión, la Madre de todas las Iglesias, pero fue destruida por los persas en el año 614. La actual iglesia fue construida entre los años 1901 y 1910 por los Padres Benedictinos. La Iglesia de la Dormición, también conocida como la Abadía de la Dormición, es uno de los hitos más destacados de Jerusalén. Construida en estilo románico, el sitio marca el lugar donde la Virgen María cayó en su "sueño eterno". El nombre latino de la iglesia es Dormitio Sanctae Mariae significando el adormecimiento de Santa María. Tiene un precioso mosaico del pavimento, en el centro del cual se insertan tres círculos, que simbolizan la Trinidad. Desde este punto central rayos irradian hacia el exterior en dos círculos concéntricos. El primero contiene los nombres de algunos profetas: Daniel, Isaías, Jeremías y Ezequiel; el segundo los nombres de los doce apóstoles. La bóveda del ábside es un mosaico de la Virgen y el Niño. La principal característica de la iglesia es la Capilla de la Dormición en la cripta situada en la parte inferior de una escalera en espiral. La estatua de tamaño real que retrata la Virgen María yacente tiene encima -en la cúpula- un mosaico que representa a Cristo recibiendo su alma.
Normalmente los peregrinos la visitan cuando van al monte Sión camino del Cenáculo. Vale la pena ir al rezar a la Virgen al lugar en el que la tradición dice que nuestra Señora fue llevada a los Cielos en cuerpo y alma por la Trinidad Beatísima.

domingo, 3 de agosto de 2008

La transfiguración en el monte Tabor

El monte Tabor está a 588 metros de altura sobre el nivel del mar. Allí tuvo lugar la transfiguración del Señor delante de los tres apóstoles, y con la aparición de Elías y Moises. Este es el precioso mosaico que hay en el interior de la Iglesia católica del monte Tabor. Celebramos el próximo 6 de agosto la fiesta, y por eso quería incluir ahora esta entrada.
Antes de venirme a Tierra Santa hablando con un amigo en su casa, me decía:
-A mí lo que más ilusión me hace de Tierra Santa es poder visitar el monte Tabor.
Antes de dos años cumplió su sueño mi amigo, y no quedó defraudado. Ciertamente es un monte impresionante. Siempre lo he subido en coche, aunque haciendo el propósito de hacer la ascensión andando en cuanto tuviera oportunidad. Pero, por desgracia, siempre que visito el monte Tabor es con cierta prisa, pues acompaño a amigos en un día de excursión: venimos de estar en el mar de Galilea por la mañana, y nos queda todavía por ver Nazaret en lo que resta de tarde, para luego volver a Jerusalén por la noche. Recuerdo la primera vez que estuve: cómo me impresionó el lugar y la vista que hay desde la cima de todo el valle del Esdrelón. Se respira una paz asombrosa y se reza muy bien. Entiendo que el Señor quisiera mostrar su divinidad a los discípulos en ese lugar tan especial.

El monte Tabor ha sido siempre considerado un monte Santo. Desde el Antiguo Testamento ya lo llamaban así las tribus israelitas del norte. Existía ya un santuario cananeo cuyos restos son visibles aun hoy día en la cripta de la actual basílica. En el siglo III Antíoco III ocupó la cima donde estableció una tropa Siria. Más adelante, con la primera revuelta judía del año 66 fue fortificado por José Flavio, y desmantelado por Vespasiano. En el Evangelio no se nos dice el lugar donde tuvo lugar la Transfiguración del Señor. Hay una antigua tradición del s. II, que sitúa esta escena evangélica en el monte Tabor. El evangelio dice “los llevó a un monte alto” (Lc. 9,2), y san Pedro en su II Carta dice “monte Santo”.
Debajo de la cripta de la nueva basílica fue descubierta una gruta, lugar de culto de los judeo-cristianos. Parece ser que en el monte pudo haber también un grupo de eremitas. Estos mantenían vivo el culto aun hasta después de la conquista árabe. En la época cruzada parece que la situación mejoró mucho. Desde el siglo IV ya había un monumento erigido a la Transfiguración. En el siglo IX estaba confiado el culto a monjes benedictinos, que mejoraron mucho la Iglesia, pero en el 1200 el Sultán Malek Al-Adel queriendo fortificar el monte, hizo desaparecer la Iglesia, y realizó construcciones sarracenas cuyos vestigios aun hoy se pueden ver. En el siglo XIII llegarón los franciscanos con el fin de custodiar los lugares Santos. Hasta el siglo XVII no consiguieron la propiedad del monte Tabor, que se la concedió el emir Fakr-ed Din. Estaba todo en ruinas. Hasta 1924 no se construyó la actual basílica por el arquitecto Barluzzi. El mosaico que representa la transfiguración del Señor está en el ábside de la iglesia. Al entrar a la basílica a la izquierda está una capilla dedicada a Moisés, y a la derecha otra dedicada al profeta Elías.
De la primitiva basílica cruzada, además de la cripta y de algunos muros visibles debajo del muro reconstruido, forma parte también el altar que se encuentra en el centro mismo de la cripta. Y de la basílica de época bizantina el único elemento cierto es el pavimento en mosaico que puede apreciarse hoy yendo en dirección a la sacristía. También se conservan varios capiteles y fragmentos de columnas que pertenecieron a esta época. Además podemos encontrar, al norte de la basílica y debajo del pavimento del lugar identificado como el refectorio del monasterio medieval, una pequeña gruta excavada que contenía en la pared restos de inscripciones en griego y algunos monogramas con cruces, quizá resto del cementerio de los monjes bizantinos que habitaron la montaña.
Para visitar los monumentos de la zona septentrional de la cima del Tabor hay que volver a la Puerta del Viento y desviarse a la derecha, entrando así en lo que es la propiedad griego-ortodoxa. En el interior de la torre del nordeste, se puede visitar la gruta de Melquisedec y las ruinas de una iglesia cruzada excavada en gran parte de la roca de la montaña. Allí se conmemoraba el encuentro de Abraham con Melquisedec. Más allá se alza la iglesia y el monasterio de San Elías que tienen los monjes griego-ortodoxos, reconstruido sobre las ruinas de una antigua iglesia de la época cruzada.

No sé si es el lugar más impresionante de Tierra Santa -eso ya depende de cada uno-, pero desde luego es un sitio que no deja indiferente, y que queda muy fuertemente impreso en la memoria.