"Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!" (Lc 15, 14-17).
El otro día fui a correr con un amigo a un bosque cercano a Ayn Karem. Al terminar, mientras nos reponíamos, vimos en el suelo una algarroba como las que aparecen en la foto. Era alargada y como arqueada, un poco en forma de luna. Al doblarla se partía y el interior era carnoso. Pensé que así serían las algarrobas de la parábola del hijo pródigo. El Señor hizo referencia a ese alimento que se daba a los cerdos y que el hijo pródigo tuvo que comer al no tener otra cosa que llevarse a la boca. La probé y sabía dulce. No era un manjar espléndido, pero se podía comer. Me la llevé a casa, y en un rato que estuve con unos amigos les enseñé el producto. Causó sensación. Casi todos la probaron y convinieron conmigo que no estaba del todo mala. Aunque, por supuesto, a todos nos pareció que comer únicamente eso debía de ser un poco desagradable.
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