Quedan pocas fechas para la Semana Santa y los cristianos de Jerusalén, y del resto del mundo, están de enhorabuena. El sepulcro en el que Cristo fue enterrado hace 2000 años luce, por fin, un aspecto renovado. El andamiaje que sostenía el edículo, desde el terremoto de 1927, ha desaparecido y el rosado y beige originales de las paredes, ennegrecidos durante décadas por las velas de los peregrinos, lucen como el primer día.
Católicos, ortodoxos y armenios se han puesto de acuerdo, por una vez, para devolver la dignidad que merece el lugar más importante del cristianismo. Una colaboración atípica que deja atrás peleas bochornosas como la de 2008, protagonizada por armenios y greco-ortodoxos durante una procesión, o la curiosa escalera de madera, que descansa desde el siglo XIX en el alféizar de una ventana sin que pueda ser movida hasta que todas las confesiones se pongan de acuerdo.
Si hay un lugar para los cristianos único en el mundo, ese es el Santo Sepulcro. Un imán para peregrinos de los lugares más remotos y un caramelo por el que se han peleado casi todos los pueblos de la tierra. Se podría decir, por tanto, que Tierra Santa es especial, que Jerusalén lo es más, si cabe, pero que el lugar en el que Cristo resucitó no tiene comparación. En el año 2015, tuve la suerte de pasar, junto a un puñado de peregrinos, una noche encerrado en la Iglesia de la Resurrección. Esta fue mi experiencia:
Son las siete y veinte de la tarde en Jerusalén. El sol ha caído cuando un muecín llama a la oración. Un grupo de chicas españolas corre por las callejuelas del barrio cristiano, mientras los tenderos recogen sus bártulos. Apenas restan diez minutos para que la familia musulmana encargada desde hace siglos de echar el cierre a la Iglesia del Santo Sepulcro haga lo propio un día más. Saltando de escalón en escalón, las jóvenes se impacientan por llegar a tiempo a la basílica. El grupo espera pasar la noche en el lugar más sagrado del cristianismo y vivir de cerca la espiritualidad que este irradia.
En la explanada que hay frente al templo, un puñado de peregrinos se prepara para contemplar la ceremonia de clausura. En el interior, los representantes de las distintas confesiones encargadas de la basílica esperan a que el reloj marque las siete y media. Seis de las jóvenes llegan a tiempo y consiguen entrar. Sin embargo, el grupo no está completo. Tres integrantes se han retrasado lo suficiente como para quedarse fuera. El musulmán se dispone a iniciar la peculiar liturgia cuando un ortodoxo despistado grita para que no cierren todavía. A un lado, en la calle, la Policía israelí acompaña los flashes de los curiosos allí congregados. Al otro, un grupo reducido de peregrinos espera junto a una miscelánea de monjes, sacerdotes y seminaristas ataviados con vestimentas de lo más variopintas.
El carcelero musulmán se sube a una escalera de madera y echa el cerrojo. De allí nadie podrá salir, ni entrar, hasta que sean las cuatro y media de la mañana del día siguiente. Da la vuelta a la llave e introduce por una pequeña ventana que se abre en la puerta principal la escalera en la que estaba subido. En el interior, un franciscano recoge el testigo y la coloca a modo de tranca. El templo queda clausurado. Armenios y ortodoxos vuelven a sus espacios reservados dentro de la basílica. El representante católico, un fraile franciscano, se acerca a los peregrinos y les comenta las estrictas normas que deben seguir. Las jóvenes levantan su "campamento", de bolsas con bocatas y termos de café, en unos bancos apilados junto a la capilla de la Custodia.
Han pasado veinte minutos desde el cierre del templo y, por sorpresa, aparece el musulmán que poco antes había protagonizado la ceremonia de clausura. Pregunta por el encargado franciscano, pero nadie sabe dónde está. Un minuto después, un armenio de barba blanca y sotana negra trae consigo a las tres jóvenes que no habían conseguido entrar. Están emocionadas y comentan al resto la aventura que han vivido para llegar hasta allí, atravesando pasillos secretos y escaleras de emergencia. Por fin, el grupo vuelve a estar completo. Ha transcurrido una hora y el hambre empieza a hacerse notar. Una peregrina saca un bocadillo y el resto sigue su ejemplo. Comen sentadas sobre un escalón, con el debido respeto al lugar en el que se encuentran. Una mujer alemana reparte café. En esta improvisada cena, a escasos metros del Santo Sepulcro, los peregrinos se sumergen en profundas conversaciones sobre la vida de Jesús.
Cuando termina el refrigerio, el grupo se dispersa por las diferentes estancias de la basílica. Algunos aprovechan para rezar sobre la losa en la que fue depositado el cuerpo de Cristo, y otros suben al Calvario para rememorar La Pasión del Señor. A las once menos cinco, una procesión de monjes ortodoxos, armados con incensarios de todos los tamaños, recorre el templo de arriba a abajo. Los peregrinos se tienen que ir cambiando de sitio, si no quieren ser arrollados por la fuerza de unos barbudos que no están dispuestos a que nadie estropee un ritual con demasiados siglos de historia. De la capilla de los franciscanos sale un fraile y deja las puertas abiertas para que el oriental inciense el pilar de La Flagelación que custodian los católicos. Al salir de la capilla, el monje balancea el artilugio ante el franciscano en señal de respeto.
Son las once en punto de la noche y el edículo queda cerrado hasta el día siguiente. Frente al lugar exacto de la tumba de Cristo, los ortodoxos inician una liturgia en la que cantan monodias un tanto repetitivas. A partir de ese momento, queda prohibido cruzar por delante bajo pena de llevarse el grito de un monje con coleta. Al mismo tiempo, en la parte alta del templo, en un lugar al que no tiene acceso el visitante, otro grupo de monjes arranca una ceremonia en la que entonan cánticos durante cerca de dos horas. Para que todo se complique un poco más, en la capilla de los franciscanos, los católicos inician, con las puertas abiertas, el rezo de vísperas. Se produce, entonces, un duelo sagrado de melodías orientales y latinas que transportan al espectador a un increíble espectáculo de belleza.
A la una de la mañana, en la capilla del Calvario, un monje ortodoxo da matillazos a una madera que hace las veces de despertador. Tres de las peregrinas se encuentran en la capilla de la Invención de la Cruz, el punto más profundo de la basílica y donde según la tradición se descubrió la cruz de Cristo. Una de las jóvenes inicia en voz alta la lectura de La Pasión. Cada versículo retumba en las paredes con una solemnidad verdaderamente conmovedora. A esa hora, el Calvario está tranquilo. Una joven genuflexa medita con el crepitar de las velas como banda sonora. Bajo el monte en el que se crucificó a Jesús, un muro acristalado muestra cómo se rasgó la tierra después de su muerte. La roca, que todavía hoy sorprende a los científicos, tiene una línea de rotura que va de arriba abajo, algo que descartaría un origen sísmico.
La noche avanza lentamente, ya solo queda una hora para que las puertas de la basílica se vuelvan a abrir. El sueño hace mella en los peregrinos y algunos aprovechan para echar una cabezada sobre unos bancos. A las cuatro de la mañana, los armenios toman el control del Santo Sepulcro e inician sus rezos. Uno de ellos, que resulta ser el que consiguió que las chicas pudieran acceder al templo, invita al grupo de católicos a participar de su liturgia. Los cánticos, que derrochan una energía sorprendente para la hora que es, se intercalan con rezos ininteligibles. Las agujas del reloj marcan las cuatro y media de la mañana. El templo vuelve a abrir sus puertas y los peregrinos se despiden. Están cansados, pero contentos de haber tenido la suerte de pasar la noche en el mismo lugar en el que Cristo murió y resucitó.
Juan Cadarso
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