Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo.Vultum tuum, Domine, requiram. Buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no "como en un espejo y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara"(1 Cor, 13-12) (San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-IV-1974).
Gráfico de "National Geographic"
Por fin, Simeón reconoció al Mesías en el Niño, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: –Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos (Lc 2, 28-31).
«En esta escena evangélica –enseña Benedicto XVI– se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cfr. Hb 10, 5-7). Simeón lo señala (...) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cfr. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las Vísperas de la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2011).
Simeón bendijo a los jóvenes esposos y después se dirigió a Nuestra Señora: mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35). En el ambiente de luz y alegría que rodea la llegada del Redentor, estas palabras completan cuanto Dios ha ido dando a conocer: recuerdan que Jesús nace para ofrecer una oblación perfecta y única, la de la Cruz (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). En cuanto a María, «su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo» (Benedicto XVI, Homilía durante la Misa en la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2006).
J. Gil
www.es.josemariaescriva.info
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