Pocos años después, en 638, se produce una nueva ocupación. Esta vez la protagonizan los sirios. El patriarca de Alejandría Eutichio —del siglo X— describió la conquista: «Omar ibn al-Khattab asedió la ciudad. Sofronio, el patriarca de Jerusalén, se entrevistó con él, y consiguió una carta de protección para la ciudad y sus habitantes. Omar ibn al-Khatab garantizó la salvaguardia de los lugares cristianos y prohibió a los suyos destruirlos o usarlos como viviendas» (Eutiquio de Alejandría. Anales, 17-28).
En los siglos IX y X se produjeron diversos desastres en el Santo Sepulcro. El primero fue un violento terremoto que dañó la cúpula de la Anástasis. Más tarde, diversos incendios provocados: primero por los sirios y luego por los musulmanes. En 1009 el Califa de Egipto al-Hakim ordenó la destrucción completa de la iglesia. Empezaron por demoler la Tumba misma, la cúpula y las partes altas del edificio, hasta que los restos acumulados impidieron seguir demoliendo. Durante once años se les prohibió a los cristianos visitar los destrozos y rezar entre las ruinas.
Pasado este tiempo, se firmó un tratado de paz entre el emperador Bizantino Argirópulos y el sucesor de al-Hakim: se declaró y quedó estipulada la reconstrucción del Santo Sepulcro. Los trabajos comenzaron bajo el emperador Constantino Monómaco. Los arquitectos llegaron a la conclusión de que era imposible restaurar la totalidad de la estructura constantiniana. Así pues, optaron por conservar solamente la Anástasis, con un ancho ábside hacia el este y varias pequeñas capillas. Estos trabajos finalizaron en 1048. La basílica estaba reconstruida, aunque Jerusalén seguía en poder de los árabes musulmanes.
Santiago Quemada