Los cruzados conquistaron Jerusalén en 1099, y rehicieron el Santo Sepulcro como lo conocemos hoy en día: la iglesia, casi toda de estilo románico, menos la Anástasis. Jerusalén cayó ante el ejército de Saladino en 1188. La iglesia del Santo Sepulcro quedó clausurada y nadie podía oficiar en ella. Estaba siempre cerrada, y las puertas se abrían solamente para los peregrinos que pagaban bien. El mundo cristiano protestó enérgicamente, y el sultán Ajub se disculpó en 1246 ante el papa Inocencio IV. También le informó de que había dado las llaves de la basílica a dos familias musulmanas, quienes se harían cargo del lugar: abrían la iglesia solo en ciertos días y previo pago. Todavía hoy, miembros de esas familias guardan las llaves, como encargados de abrir y cerrar la basílica.
Durante esta época, peregrinos de Mesopotamia, Egipto, Armenia, Etiopía, Siria, Grecia y Georgia, se establecieron alrededor del Santo Sepulcro. Fue un período muy oscuro, en el que el santuario iba poco a poco decayendo. Los mosaicos de las paredes se deterioraban y junto con ellos la totalidad de la estructura. Las potencias europeas, después de fracasar en varias ocasiones por la conquista de los Santos Lugares, trataron de lograr acuerdos. Angió y Sancha de Mallorca —reyes de Nápoles, a comienzos del siglo XIV— finalmente tuvieron éxito: lo consiguieron tras largas negociaciones y grandes sumas de dinero. Obtuvieron de Melek en-Nazer una residencia para cristianos de Jerusalén dentro del Santo Sepulcro. Con la aprobación del papa Clemente VI, el cuidado del Santo Sepulcro fue encomendado a los franciscanos en 1335.
A finales del siglo XV el centro del poder islámico fue transferido de la dinastía mameluca de Egipto, a los otomanos turcos de Constantinopla. Bajo el nuevo dominio, la comunidad griega —convertida en súbditos del imperio otomano— trató de hacerse con la posesión de la iglesia del Santo Sepulcro. Pero los turcos se habían dado cuenta de que era un trofeo muy valorado, del que el sultán podía sacar pingües beneficios. De este modo, solo en la época de Murad IV (1623-1640), varias partes del Santo Sepulcro cambiaron de mano seis veces, siempre a favor del mejor postor. Los franciscanos no hubieran podido mantener esta costosa batalla de no haber sido por la ayuda de Francia, país que se convirtió en protector de los Santos Lugares.
En 1644 los georgianos, incapaces de hacer frente a los gastos exigidos por los turcos, dejaron definitivamente la basílica. Unos años después les siguieron los abisinios. Los franciscanos adquirieron la mayor parte de las zonas abandonadas por otras confesiones. De hecho llegaron a tener en propiedad la práctica totalidad de las capillas de la basílica, y el derecho exclusivo de celebrar misa en el Sepulcro.
En 1676, el patriarca ortodoxo griego Dosithenes, hizo un arreglo con los turcos, y obtuvo la exclusiva posesión de la basílica del Santo Sepulcro para los ortodoxos. Los poderes europeos se indignaron. En 1690, se consiguió que los franciscanos recobraran sus derechos sobre la basílica. Otra vez en 1767 los griegos ortodoxos intentaron hacerse con todo el Santo Sepulcro, mediante acusaciones falsas contra los franciscanos ante el sultán. Después de muchas intrigas y enredos, en 1862, los otomanos dispusieron que se mantuviera el statu quo de 1767. Durante estos acontecimientos, había tenido lugar en la basílica algún incendio más, y precisaba urgentes arreglos.
Después de generaciones de abandono, algunas partes del edificio como la cúpula y las columnas que rodean el Edículo, han podido renovarse en los últimos años: recuperan así gran parte de su antigua belleza y solemnidad. Fue en 1994 cuando el custodio de Tierra Santa, el patriarca griego ortodoxo de Jerusalén, y el patriarca apostólico armenio de Jerusalén, firmaron el histórico acuerdo para restaurar la cúpula. Se terminó en 1997. El diseño definitivo consta de doce rayos de oro que —al igual que las columnas—representan a los doce apóstoles. Cada rayo de luz, termina en tres haces que representan a la Trinidad. La luz natural pasa a través del tambor central, y permite que esté iluminado todo el recinto.
Santiago Quemada
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