sábado, 24 de junio de 2017

Escavaciones donde estuvo el Arca de la Alianza

A partir del mes de agosto comenzarán las excavaciones arqueológicas en uno de los pocos lugares bíblicos importantes que quedaban sin estudiar, y donde fue venerada durante dos décadas el Arca de la Alianza. Se trata de Kiryat-Yearim, un enclave de Judea situado a 13 kilómetros al oeste de Jerusalén en tiempos de los jueces y del Rey David, en torno a la colina donde hoy se alza el monasterio de Deir El-Azar.

Los trabajos arqueológicos serán dirigidos por Israel Finkelstein, de la Universidad de Tel Aviv, y Christophe Nicolle y Thomas Römer, del Colegio de Francia.

“El lugar es importante por varias razones”, explicó Finkelstein a "The Times of Israel": “Es un lugar grande y central en las colinas de Jerusalén que hasta ahora no había sido estudiado. Tal vez sea el único sitio clave de Judea que no ha sido sometido a una excavación arqueológica sistemática”.

El monasterio que hay allí actualmente fue construido en el siglo XX y está consagrado a Nuestra Señora del Arca de la Alianza. Se alza sobre las ruinas de un edificio bizantino y se cree que el terreno está relativamente poco alterado por las intervenciones a lo largo de los siglos.

E incluso es probable que, enterrado, pueda existir un antiguo templo, cuyo descubrimiento aportase a los expertos nuevos datos sobre el culto judío en tiempos del Rey David.

En los capítulos 4 a 6 del primer libro de Samuel se cuenta la derrota de Israel a manos de los filisteos, quienes se apoderaron del Arca y la tuvieron consigo siete meses, cuando se la devolvieron: “Fueron, pues, los habitantes de Kiryat-Yearim y subieron el arca de Yahveh, llevándola a la casa de Abinadab, sobre la colina, y consagraron a su hijo Elazar para guardar el arca de Yahveh. Y pasó mucho tiempo después que fue el arca depositada en Kiryat-Yearim, esto es, veinte años, y toda la casa de Israel suspiró en pos de Yahveh” (I Sam 7, 1-2).

Esa colina donde vivía Abinadab es la que ocuparía ahora el monasterio. Allí se conservó hasta que el Rey David decidió llevarla a Jerusalén, y por tanto tuvo que ser un lugar sagrado: “El lugar donde estuvo el Arca de la Alianza no pudo ser un campo o bajo un árbol, tuvo que ser un importante lugar de culto”, dice Finkelstein. A partir del verano se verá si aparecen sus restos.

sábado, 17 de junio de 2017

Una noche en el Sepulcro

Imagen relacionadaQuedan pocas fechas para la Semana Santa y los cristianos de Jerusalén, y del resto del mundo, están de enhorabuena. El sepulcro en el que Cristo fue enterrado hace 2000 años luce, por fin, un aspecto renovado. El andamiaje que sostenía el edículo, desde el terremoto de 1927, ha desaparecido y el rosado y beige originales de las paredes, ennegrecidos durante décadas por las velas de los peregrinos, lucen como el primer día. 

Católicos, ortodoxos y armenios se han puesto de acuerdo, por una vez, para devolver la dignidad que merece el lugar más importante del cristianismo. Una colaboración atípica que deja atrás peleas bochornosas como la de 2008, protagonizada por armenios y greco-ortodoxos durante una procesión, o la curiosa escalera de madera, que descansa desde el siglo XIX en el alféizar de una ventana sin que pueda ser movida hasta que todas las confesiones se pongan de acuerdo. 

Si hay un lugar para los cristianos único en el mundo, ese es el Santo Sepulcro. Un imán para peregrinos de los lugares más remotos y un caramelo por el que se han peleado casi todos los pueblos de la tierra. Se podría decir, por tanto, que Tierra Santa es especial, que Jerusalén lo es más, si cabe, pero que el lugar en el que Cristo resucitó no tiene comparación. En el año 2015, tuve la suerte de pasar, junto a un puñado de peregrinos, una noche encerrado en la Iglesia de la Resurrección. Esta fue mi experiencia: 

Son las siete y veinte de la tarde en Jerusalén. El sol ha caído cuando un muecín llama a la oración. Un grupo de chicas españolas corre por las callejuelas del barrio cristiano, mientras los tenderos recogen sus bártulos. Apenas restan diez minutos para que la familia musulmana encargada desde hace siglos de echar el cierre a la Iglesia del Santo Sepulcro haga lo propio un día más. Saltando de escalón en escalón, las jóvenes se impacientan por llegar a tiempo a la basílica. El grupo espera pasar la noche en el lugar más sagrado del cristianismo y vivir de cerca la espiritualidad que este irradia.

En la explanada que hay frente al templo, un puñado de peregrinos se prepara para contemplar la ceremonia de clausura. En el interior, los representantes de las distintas confesiones encargadas de la basílica esperan a que el reloj marque las siete y media. Seis de las jóvenes llegan a tiempo y consiguen entrar. Sin embargo, el grupo no está completo. Tres integrantes se han retrasado lo suficiente como para quedarse fuera. El musulmán se dispone a iniciar la peculiar liturgia cuando un ortodoxo despistado grita para que no cierren todavía. A un lado, en la calle, la Policía israelí acompaña los flashes de los curiosos allí congregados. Al otro, un grupo reducido de peregrinos espera junto a una miscelánea de monjes, sacerdotes y seminaristas ataviados con vestimentas de lo más variopintas.

El carcelero musulmán se sube a una escalera de madera y echa el cerrojo. De allí nadie podrá salir, ni entrar, hasta que sean las cuatro y media de la mañana del día siguiente. Da la vuelta a la llave e introduce por una pequeña ventana que se abre en la puerta principal la escalera en la que estaba subido. En el interior, un franciscano recoge el testigo y la coloca a modo de tranca. El templo queda clausurado. Armenios y ortodoxos vuelven a sus espacios reservados dentro de la basílica. El representante católico, un fraile franciscano, se acerca a los peregrinos y les comenta las estrictas normas que deben seguir. Las jóvenes levantan su "campamento", de bolsas con bocatas y termos de café, en unos bancos apilados junto a la capilla de la Custodia.

Han pasado veinte minutos desde el cierre del templo y, por sorpresa, aparece el musulmán que poco antes había protagonizado la ceremonia de clausura. Pregunta por el encargado franciscano, pero nadie sabe dónde está. Un minuto después, un armenio de barba blanca y sotana negra trae consigo a las tres jóvenes que no habían conseguido entrar. Están emocionadas y comentan al resto la aventura que han vivido para llegar hasta allí, atravesando pasillos secretos y escaleras de emergencia. Por fin, el grupo vuelve a estar completo. Ha transcurrido una hora y el hambre empieza a hacerse notar. Una peregrina saca un bocadillo y el resto sigue su ejemplo. Comen sentadas sobre un escalón, con el debido respeto al lugar en el que se encuentran. Una mujer alemana reparte café. En esta improvisada cena, a escasos metros del Santo Sepulcro, los peregrinos se sumergen en profundas conversaciones sobre la vida de Jesús.

Cuando termina el refrigerio, el grupo se dispersa por las diferentes estancias de la basílica. Algunos aprovechan para rezar sobre la losa en la que fue depositado el cuerpo de Cristo, y otros suben al Calvario para rememorar La Pasión del Señor. A las once menos cinco, una procesión de monjes ortodoxos, armados con incensarios de todos los tamaños, recorre el templo de arriba a abajo. Los peregrinos se tienen que ir cambiando de sitio, si no quieren ser arrollados por la fuerza de unos barbudos que no están dispuestos a que nadie estropee un ritual con demasiados siglos de historia. De la capilla de los franciscanos sale un fraile y deja las puertas abiertas para que el oriental inciense el pilar de La Flagelación que custodian los católicos. Al salir de la capilla, el monje balancea el artilugio ante el franciscano en señal de respeto.

Son las once en punto de la noche y el edículo queda cerrado hasta el día siguiente. Frente al lugar exacto de la tumba de Cristo, los ortodoxos inician una liturgia en la que cantan monodias un tanto repetitivas. A partir de ese momento, queda prohibido cruzar por delante bajo pena de llevarse el grito de un monje con coleta. Al mismo tiempo, en la parte alta del templo, en un lugar al que no tiene acceso el visitante, otro grupo de monjes arranca una ceremonia en la que entonan cánticos durante cerca de dos horas. Para que todo se complique un poco más, en la capilla de los franciscanos, los católicos inician, con las puertas abiertas, el rezo de vísperas. Se produce, entonces, un duelo sagrado de melodías orientales y latinas que transportan al espectador a un increíble espectáculo de belleza.

A la una de la mañana, en la capilla del Calvario, un monje ortodoxo da matillazos a una madera que hace las veces de despertador. Tres de las peregrinas se encuentran en la capilla de la Invención de la Cruz, el punto más profundo de la basílica y donde según la tradición se descubrió la cruz de Cristo. Una de las jóvenes inicia en voz alta la lectura de La Pasión. Cada versículo retumba en las paredes con una solemnidad verdaderamente conmovedora. A esa hora, el Calvario está tranquilo. Una joven genuflexa medita con el crepitar de las velas como banda sonora. Bajo el monte en el que se crucificó a Jesús, un muro acristalado muestra cómo se rasgó la tierra después de su muerte. La roca, que todavía hoy sorprende a los científicos, tiene una línea de rotura que va de arriba abajo, algo que descartaría un origen sísmico.

La noche avanza lentamente, ya solo queda una hora para que las puertas de la basílica se vuelvan a abrir. El sueño hace mella en los peregrinos y algunos aprovechan para echar una cabezada sobre unos bancos. A las cuatro de la mañana, los armenios toman el control del Santo Sepulcro e inician sus rezos. Uno de ellos, que resulta ser el que consiguió que las chicas pudieran acceder al templo, invita al grupo de católicos a participar de su liturgia. Los cánticos, que derrochan una energía sorprendente para la hora que es, se intercalan con rezos ininteligibles. Las agujas del reloj marcan las cuatro y media de la mañana. El templo vuelve a abrir sus puertas y los peregrinos se despiden. Están cansados, pero contentos de haber tenido la suerte de pasar la noche en el mismo lugar en el que Cristo murió y resucitó.

Juan Cadarso

sábado, 10 de junio de 2017

La línea del tiempo de Saxum

La línea del tiempo de Saxum recoge los principales hechos de la Historia de Salvación situando al espectador espacio-temporalmente en el Antiguo y Nuevo Testamento.

Los paneles que forman la línea del tiempo interrelacionan los sucesos principales del pueblo elegido con los más importantes acontecimientos históricos. Además, aparecen las principales profecías relacionadas con la vida del Señor y su correspondencia con un lugar concreto y con una cita del Nuevo Testamento.

La línea abarca los años antes de Abraham hasta el nacimiento del Redentor, destacando especialmente el período posterior a Moisés. De esta manera, el visitante puede crear un diálogo narrativo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

El mapa que cubre toda la primera planta del Saxum Visitor Center completa la experiencia. 

Sobre el suelo de piedra de Jerusalén, un gran mapa grabado abarca desde el delta del Nilo, hasta el desierto del este, y desde Tiro en el norte hasta el sur de la Península Arábiga. 

Sobre ese mapa se superponen las rutas y lugares de dos grandes patriarcas de Israel (Abraham, Moisés), y de Jesucristo.

Con la combinación de la línea del tiempo y el mapa de piedra que se encuentra en Saxum, el visitante puede fácilmente situar los lugares donde anduvo Jesucristo y relacionarlos con los pasajes proféticos o hechos recogidos en el Antiguo y Nuevo Testamento.

sábado, 3 de junio de 2017

El pozo de Sicar, donde estuvo Jesús

«Tenía que pasar por Samaria. Llegó, pues, a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, junto al campo que dio Jacob a su hijo José. Estaba allí el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Vino una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dijo: Dame de beber. Sus discípulos se habían marchado a la ciudad a comprar alimentos» (Jn 4, 4-8).

El pozo de Sicar está en el interior de una iglesia ortodoxa rusa de grandes proporciones, a la entrada de Nablus. Poco antes de llegar al pueblo se alcanza a ver ese templo desde la carretera. Está cerca del campo de refugiados de Balata. Entrando en la iglesia, al fondo, se desciende por unas escaleras. El pozo está en un nivel más bajo de tierra: hay que tener en cuenta que el lugar se ha ido rellenando con el paso de los siglos. También la altura del suelo ha subido a causa de los despojos que han ido dejando las sucesivas guerras. 

La iglesia actual fue edificada sobre otras más antiguas que había en el lugar. En los primeros siglos se construyó una iglesia bizantina. En la época cruzada se levantó otra. La actual es de 1907. La donó Rusia, pero tuvieron que detenerse los trabajos de construcción en 1917 a causa de la Revolución Bolchevique. La iglesia pudo ser completada recientemente, en 1998. 

«Entonces le dijo la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? Pues no se tratan los judíos con los samaritanos» (Jn 4, 9). En efecto, durante muchos siglos las relaciones entre judíos y samaritanos han sido muy distantes. En el año 926 a. C., las tribus del norte se rebelaron contra el Rey Roboam, hijo de Salomón. De aquí surgieron dos reinos: el del norte, con su capital en Siquem, y el de Judá en el sur, con su capital en Jerusalén. En el año 875 a. C. el rey de Israel, Omrí, traslada la capital a la ciudad de Samaria. En el año 722 a. C., los asirios conquistaron las diez tribus del reino de Israel. El pueblo original fue al exilio y fue reemplazado por foráneos, a quienes se les dio cierta instrucción religiosa similar a la judía. Aunque el pueblo samaritano —procedente de esta mezcla— reconocía la Torá, fue despreciado por el pueblo judío. 

En los siglos V y VI, bajo los bizantinos, los samaritanos eran más de trescientos mil. El bajón dramático hasta la actualidad —de unos pocos centenares— se debe en parte a la matanza de más de cincuenta mil en la rebelión del año 529 contra Justiniano. 

Actualmente los samaritanos en Tierra Santa apenas superan el número de seiscientos. Fueron expulsados del judaísmo por Esdras y Nehemías en el siglo V a. C. Desde entonces no han reconocido el Templo de Jerusalén, y han establecido su santuario en el monte Garizín. Este es para ellos el lugar más sagrado de la tierra. Solo aceptan a Moisés como único profeta y no admiten la tradición oral del Talmud. Tampoco reconocen como sagrados los libros de los Profetas. Se guían exclusivamente por los cinco libros de la Torá o Pentateuco. Utilizan un código llamado Hillukh que trata de aplicar la Torá a la vida social. Sus costumbres se mantienen judías. Conservan, por ejemplo, el rito de la Purificación de los pecados por medio de las cenizas de una vaca roja. Este rito lo abandonó el judaísmo con la destrucción del Templo, hace dos mil años. También el día de la Pascua ofrecen en sacrificio muchos corderos a la vez. Pueden sacrificar unos treinta a la vista del pueblo. Es el único lugar del mundo donde se sacrifican corderos según la antigua tradición judía.

Debido a la reducida población de que disponen, a su endogamia, y a la negativa que muestran para aceptar conversos, los samaritanos han tenido problemas de enfermedades genéticas. Solo en tiempos recientes han aceptado que los hombres de la comunidad se casen con mujeres no samaritanas. 

Los que viven en el monte Garizín tienen el árabe como primer idioma y el hebreo moderno como segundo. En cambio, la mayoría de los de la otra comunidad, la de Holón —especialmente las generaciones jóvenes—, conservan el hebreo como su lengua materna, aunque también entienden árabe. 

El pozo de Sicar es, sin duda, un lugar Santo para los cristianos. Se puede decir que se trata, con toda seguridad, de uno de los pocos sitios que Jesús tocó y que siguen en pie: «Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo».

Huellas de Jesús. El Evangelio desde Tierra Santa
Santiago Quemada