sábado, 30 de marzo de 2013

La Tumba, lugar central del cristianismo


"El Sepulcro que custodió el cuerpo de Jesús y que fue inundado por la luz de la resurrección de Cristo es el corazón no sólo de toda la basílica, si no de toda la cristiandad que desde hace siglos responde a la invitación del Ángel: “¡No tengáis miedo! Sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado, de hecho, tal y como dijo; venid, mirad el lugar donde estuvo sepultado” (Mt 28,5-6). 

Al entrar en la basílica, por la izquierda se llega al Anastasis, la Rotonda constantina con el Edículo del Santo Sepulcro en el centro, bajo la cúpula restaurada e inaugurada en 1997. La Rotonda es una de las partes del santuario que ha sufrido menos transformaciones planimétricas desde la edad de Constantino: una serie de tres columnas intercaladas por pilares sostienen una fuga de arcadas que se abren sobre la galería superior subdividida entre las Comunidades Latina y Armenia. Durante las restauraciones de la galería se encontraron los suelos en mosaico cosmatesco del siglo XI. 

Las macizas columnas de la Rotonda, que sustituyen a las originales que estaban muy degradadas por el tiempo y los incendios, están decoradas con capiteles modernos esculpidos en estilo bizantino del siglo V. En el proyecto de Constantino, las columnas separaban el centro de la rotonda del deambulatorio permitiendo a los peregrinos poder girar alrededor del Edículo. Con el tiempo, este espacio se ha transformado en una serie de ambientes cerrados reservados a los sacristanes Griegos, Armenios y Coptos.

El único vano accesible para los peregrinos es la habitación que se encuentra en la parte trasera del Edículo denominada capilla de Nicodemo y José de Arimatea, y que ocupa el espacio del ábside occidental de la Rotonda. Una puerta estrecha y baja realizada en la habitación lleva a la tumba de “José de Arimatea”, una tumba típica de hornos o kokim del tiempo de Jesús. En el centro de la rotonda se encuentra el Edículo del Santo Sepulcro. 

La tumba de Jesús fue aislada por los arquitectos de Constantino, y a través de los siglos ha sufrido destrucciones y restauraciones embellecedoras. En la actualidad se encuentra encerrada en el Edículo realizado por los Griegos Ortodoxos después del incendio de 1808, que sustituyó al de los franciscanos del siglo XVI. El Edículo se encuentra bajo una pequeña cúpula de cebolla, se compone por un vestíbulo, la Capilla del Ángel que conduce a una estrecha cámara funeraria en la que por la derecha, se encuentra el banco de mármol que cubre la roca en la que fue depuesto el cuerpo de Jesús. 

Detrás del Edículo se encuentra la capilla de los Coptos que, desde 1573 poseen un altar en el que poder celebrar en el interior de la basílica, y en el que, bajo el altar, se encuentra expuesta a la veneración una porción del banco de roca en la que se excavó la tumba de la sepultura de Cristo.

http://www.santosepulcro.custodia.org

sábado, 23 de marzo de 2013

Los olivos, testigos de la Pasión


Los ocho olivos que se encuentran en Jerusalén, en los alrededores de la Basílica de Getsemani, en el lugar en el que Jesús sudó y fue arrestado, tienen todos (tanto en los troncos como en las raíces) el mismo ADN, por lo que no nacieron de semillas diferentes, sino de ramas de una única planta anterior. Es lo que se deduce de la investigación que promueve la Custodia de la Tierra Santa, que fue presentada esta mañana en Roma ante la presencia del Custodio, el padre Pierbattista Pizzaballa.

El estudio, que duró tres años, con investigadores que ofrecieron gratuitamente sus servicios y sus conocimientos, fue dirigido por tres institutos del CNR del Polo científico de Florencia y bajo la supervisión del doctor Antonio Cimato y del profesor Giovanni Gianfrate. Los estudios de los troncos de los olivos con radiocarbono indicaron que todos fueron plantados entre el año 1092 y el año 1198, por lo que se revela evidente que en la época de los cruzados hubo una reorganización del terreno. Son plantas antiquísimas, de, por lo menos, mil años de edad.

Pero la atención de los estudiosos se concentró sobre todo en las características del ADN común de todas estas plantas. Son olivos que provienen de ramos de por lo menos un metro de altura y que formaban parte de un mismo árbol (mismo que, seguramente, tenía grandes dimensiones): ocho de ellos sobrevivieron y uno murió; todos ellos fueron plantados en la zona. Esta operación podría ser anterior a la época de los cruzados, pues la distancia entre uno y otro árbol no respetan los criterios que se seguían durante la Edad Media.

El Monte de los Olivos lleva este nombre desde el siglo III a.C. y estaba cubierto de plantas de olivo, que, cuando no se cultivan no llegan a formar árboles, sino que permanecen como una especie de arbustos. Es probable que una de estas plantas haya sido objeto de una particular veneración, tanto que habrían tratado de inmortalizarla plantando sus ramos más robustos. Esta planta preexistente sería, pues, mucho más antigua, y podría ser un testigo del comienzo de la Pasión de Jesús.

La investigación, además, indicó que los olivos gozan de muy buena salud. La Custodia de la Tierra Santa ahora tiene todos los elementos necesarios para garantizar que los olivos de Getsemani  se conserven de la mejor manera.

www.primeroscristianos.com

sábado, 16 de marzo de 2013

Campo de sangre. Traición de Judas

"Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Mas ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de sangre. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor" (Mt 27, 3-10).

A pocos días de la Pasión del Señor recordamos la traición de Judas. El campo adquirido con el dinero de la entrega del Jesús se llama campo del alfarero. Se encuentra entre el monte Sion y la ciudad de David. Desde Gallicantum se ve muy bien todo el terreno. En arameo hagel dema significa “campo de sangre.” En griego se escribe ’Akeldamá y, también se puede decir, ’Akeldamách, para dar mediante la letra ch el sonido gutural de la aleph final. San Pedro dice en su discurso : “Este, pues, compró un campo con el precio de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. Y esto fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó en su lengua Haqueldamá, es decir: "Campo de Sangre” (Hch. 1, 18-19).


Este lugar algunos historiadores dicen que coincide con “la casa del alfarero” de Jeremías, pues la Biblia dice que está en el valle del Hijo de Ennom, al sur de Jerusalén. El mismo profeta afirma que en este valle, “enterrarán en Topheth, puesto que no hay otro lugar” debido al culto a Moloch practicado ahí. En su “Onomasticon” Eusebio dice que el “campo de Haceldama” esté cerca a “Thafeth del valle de Ennom”. Pero bajo la palabra “Haceldama” dice que este campo estaba señalado como “norte del Monte Sion,” pero esto pasó evidentemente inadvertido. San Jerónimo a su vez corrige el error y escribe “sur del Monte Sion”.


La tradición concerniente a este lugar ha permanecido igual a través de los siglos. El peregrino Arculf en el 670 lo visitó asegurando que se encontraba al sur del Monte Sion y también hace mención de la sepultura de peregrinos. En el siglo XII, los cruzados erigieron más allá del campo, en el lado sur del valle de Ennom, un gran edificio ahora en condiciones ruinosas. Continuaron enterrando peregrinos allí hasta inicios del siglo XIX. Haceldama ha sido propiedad de los armenios no unidos desde el siglo XVI.

sábado, 9 de marzo de 2013

Presentación de Jesús en el Templo


Santa María y san José habrían peregrinado a Jerusalén en su niñez, y por tanto ya conocerían el Templo cuando, cumplidos los días de su purificación, fueron con Jesús para presentarlo al Señor (Lc 2, 22). Eran necesarias varias horas para cubrir a pie o a lomos de cabalgadura los diez kilómetros que separan Belén de la Ciudad Santa. Quizá tendrían impaciencia por cumplir una prescripción de la que pocos sospechaban su verdadero alcance: «la Presentación de Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). Con el fin de recordar la liberación de Egipto, la Ley de Moisés ordenaba la consagración a Dios del primer hijo varón (Cfr. Ex 13, 1-2 y 11-16); sus padres debían rescatarlo mediante una ofrenda, que consistía en una cantidad de plata equivalente al jornal de veinte días. La Ley también determinaba la purificación legal de las madres después de haber dado a luz (Cfr. Lv 12, 2-8); María Inmaculada, siempre virgen, quiso someterse con naturalidad a este precepto, aunque de hecho no estaba obligada.

La ruta hasta Jerusalén sigue en ligero descenso la ondulación de las colinas. Cuando ya estaban cerca, desde algún recodo verían perfilado el monte del Templo en el horizonte. Herodes había hecho duplicar la superficie de la explanada construyendo enormes muros de contención –algunos de cuatro metros y medio de espesor– y rellenando las laderas con tierra o con una estructura de arcos subterráneos. Formó así una plataforma cuadrangular cuyos lados medían 485 metros en el oeste, 314 en el norte, 469 en el este y 280 en el sur. En el centro, rodeado a su vez de otro recinto, se levantaba el Templo propiamente dicho: era un bloque imponente, recubierto de piedra blanca y planchas de oro, con una altura de 50 metros.

El camino desde Belén iba a parar a la puerta de Jaffa, situada en el lado oeste de la muralla de la ciudad. Desde ahí, varias callejuelas llevaban casi en línea recta hasta el Templo. Los peregrinos solían entrar por el flanco sur. A los pies de los muros había numerosos negocios donde san José y la Virgen podían comprar la ofrenda por la purificación prescrita a los pobres: un par de tórtolas o dos pichones. Subiendo por una de las amplias escalinatas y cruzando la llamada Doble Puerta, se accedía a la explanada a través de unos monumentales pasillos subterráneos.

El pasadizo desembocaba en el atrio de los gentiles, la parte más espaciosa de aquella superficie gigantesca. Estaba dividido en dos zonas: la que ocupaba la ampliación ordenada por Herodes, cuyo perímetro exterior contaba con unos magníficos pórticos; y la que correspondía a la extensión de la explanada precedente, cuyos muros se habían respetado. Atronado siempre por rumores de multitudes, el atrio acogía indistintamente a cuantos querían congregarse en el lugar, extranjeros e israelitas, peregrinos y habitantes de Jerusalén. Este bullicio se mezclaría además con el ruido de los obreros, que seguían trabajando en muchas zonas aún sin terminar.

San José y la Virgen no se detuvieron allí. Atravesando por las puertas de Hulda el muro que dividía el atrio, y dejando atrás el soreg –la balaustrada que delimitaba la parte prohibida a los gentiles bajo pena de muerte–, finalmente llegaron al recinto del templo, al que se entraba por el lado oriental. Probablemente fue entonces, en el atrio de las mujeres, cuando el anciano Simeón se les aproximó. Había ido allí movido por el Espíritu (Lc 2, 27), seguro de que aquel día vería al Salvador, y lo buscaba entre la multitud. Vultum tuum, Domine, requiram! , repetía San Josemaría al final de su vida para expresar su afán de contemplación. 

"Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo.Vultum tuum, Domine, requiram. Buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no "como en un espejo y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara"(1 Cor, 13-12) (San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-IV-1974). 

Por fin, Simeón reconoció al Mesías en el Niño, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: –Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos (Lc 2, 28-31).

«En esta escena evangélica –enseña Benedicto XVI– se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cfr. Hb 10, 5-7). Simeón lo señala (...) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cfr. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las Vísperas de la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2011).

Simeón bendijo a los jóvenes esposos y después se dirigió a Nuestra Señora: mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35). En el ambiente de luz y alegría que rodea la llegada del Redentor, estas palabras completan cuanto Dios ha ido dando a conocer: recuerdan que Jesús nace para ofrecer una oblación perfecta y única, la de la Cruz (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). En cuanto a María, «su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo» (Benedicto XVI, Homilía durante la Misa en la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2006).

Todavía impresionados por las palabras de Simeón, a las que siguió el encuentro con la profetisa Ana, san José y la Virgen se dirigirían a la puerta de Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas. Subirían las quince gradas de la escalinata semicircular para presentarse ante el sacerdote, que recibiría las ofrendas y bendeciría a la joven esposa mediante un rito de aspersión. Con esa ceremonia quedó rescatado el Hijo y purificada la Madre.

"–¿Te fijas?, escribió san Josemaría contemplando la escena. Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. –Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón".(Santo Rosario, IV misterio gozoso. Josemaría Escrivá).

La Iglesia condensa los aspectos de este misterio en su oración litúrgica: “Dios todopoderoso y eterno, te rogamos humildemente que, así como tu Hijo unigénito, revestido de nuestra humanidad, ha sido presentado hoy en el templo, nos concedas, de igual modo, a nosotros la gracia de ser presentados delante de ti con el alma limpia” (Cfr. Misal Romano, Oración colecta en la fiesta de la Presentación del Señor).

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sábado, 2 de marzo de 2013

El Templo: lugar de encuetro con Dios



El Templo era el lugar del encuentro con Dios mediante la oración y, principalmente, los sacrificios; era el símbolo de la protección divina sobre su pueblo, de la presencia del Señor siempre dispuesto a escuchar las peticiones y a socorrer a quienes acudieran a Él en las necesidades. Así queda manifiesto en las palabras que Dios dirigió a Salomón: 

"He escuchado tu oración y he elegido este Templo para que permanezca mi nombre en él eternamente, y mis ojos y mi corazón estarán siempre ahí. Si tú caminas en mi presencia como caminó tu padre David, cumpliendo todo lo que te he mandado y guardando mis normas y mis decretos, Yo consolidaré el trono de tu realeza como establecí con tu padre David: «No te faltará un descendiente como soberano de Israel». Pero si vosotros me abandonáis y no guardáis mis decretos y mis mandatos como os he propuesto, sino que seguís y dais culto a otros dioses, y os postráis ante ellos, Yo os arrancaré de la tierra que os he dado, apartaré de mi vista el Templo que he consagrado a mi nombre y haré de vosotros motivo de burla y de fábula entre todos los pueblos. Este Templo, que era tan excelso a los ojos de los que pasaban ante él, se convertirá en ruinas" (2 Cro 7, 12-21. Cfr. 1 Re 9, 1-9).
La historia de los siguientes siglos muestra hasta qué punto se cumplieron estas palabras. Tras la muerte de Salomón, el reino se dividió en dos: el de Israel al norte, con capital en Samaría, que fue conquistado por los asirios en el año 722 a. C.; y el de Judá al sur, con capital en Jerusalén, que fue sometido a vasallaje por Nabucodonosor en el 597. Su ejército arrasó finalmente la ciudad, incluido el Templo, en el año 587, y deportó la mayor parte de la población a Babilonia.

Antes de esta destrucción de Jerusalén, no faltaron los profetas enviados por Dios que denunciaban el culto formalista y la idolatría, y urgían a una profunda conversión interior; también después recordaron que Dios había condicionado su presencia en el Templo a la fidelidad a la Alianza, y exhortaron a mantener la esperanza en una restauración definitiva. De este modo, fue creciendo la convicción inspirada por Dios de que la salvación llegaría por la fidelidad de un siervo del Señor que obedientemente tomaría sobre sí los pecados del pueblo.

Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido numerosos testimonios de cómo los Doce y los primeros cristianos acudían al Templo para orar y dar testimonio de la resurrección de Jesús ante el pueblo (cfr. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 12.20-25). Al mismo tiempo, se reunían en las casas para la fracción del pan (cfr. Hch 2, 42 y 46), es decir, para celebrar la Eucaristía: desde el inicio, eran conscientes de que «la época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada de Jerusalén hasta la Resurrección, pp. 33-34). 

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