sábado, 27 de abril de 2013

Prohibido robar cadáveres


Una vez pasado el sábado, al amanecer el primer día de la semana, algunas mujeres se dirigieron al sepulcro. Eran conscientes de las dificultades con las que se iban a encontrar al llegar para poder entrar, pero no se acobardaron y siguieron su camino. 

Al llegar tuvieron la fortuna de ser las primeras en contemplar el prodigio. En efecto, San Marcos cuenta que mientras iban andando “se decían unas a otras: ¿Quién nos quitará la piedra de entrada al sepulcro? Y al mirar vieron que la piedra estaba quitada; era ciertamente muy grande. Entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y se quedaron asustadas. El les dice: No tengáis miedo; buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar donde lo colocaron” (Mc 16, 3-6).
Un primer hecho real desde el punto de vista histórico es que el cadáver de Jesús, al amanecer el tercer día tras su muerte en cruz, ya no estaba en el sepulcro donde lo habían dejado. Había desaparecido. 

Una noticia como esa corrió veloz de puerta en puerta, de casa en casa, y de tienda en tienda por las callejas de Jerusalén que estaban abarrotadas de gentes desplazadas a la ciudad santa para celebrar la Pascua. Comerciantes, soldados, viajeros y curiosos iban intentando conocer más detalles. El cuerpo de Jesús de Nazaret, que había sido crucificado y murió a la vista de todos los que entraban en la ciudad, una vez bajado de la cruz, había quedado en el sepulcro. Pero al amanecer el tercer día, la losa que sellaba la sepultura había sido abierta. Dentro no había cadáver alguno.

El revuelo de comentarios en torno a la desaparición del cadáver, que comenzó entonces a correr, llegó tan lejos que fue necesaria una llamada oficial al orden por parte de las autoridades romanas. En Nazaret se ha encontrado una inscripción del siglo I dC. que es testimonio elocuente de lo alto que llegaron los rumores levantado por el suceso.

La losa de piedra de mármol con la inscripción se encuentre en el Cabinet des Médailles de París formando parte de la colección Froehner. La inscripción está en griego, y en su encabezamiento lleva las palabras «Diátagma Kaísaros»(Decreto del César, es decir, ordenanza imperial). El texto completo dice así:

"Ordenanza imperial. Sabido es que los sepulcros y las tumbas, que han sido hechos en consideración a la religión de los antepasados, o de los hijos, o de los parientes, deben permanecer inmutables a perpetuidad. Si, pues, alguno es convicto de haberlos destruido, de haber, no importa de qué manera, exhumado cadáveres enterrados, o de haber, con mala intención, transportado el cuerpo a otros lugares, haciendo injuria a los muertos, o de haber quitado las inscripciones o las piedras de la tumba, ordeno que ése sea llevado a juicio, como si quien se dirige contra la religiosidad de los hombres lo hiciera contra los mismos dioses. 
Así, pues, lo primero es preciso honrar a los muertos. Que no sea en absoluto a nadie permitido cambiarlos de sitio, si no quiere el convicto por violación de sepultura sufrir la pena capital."

Para la autoridad imperial no cabía otra explicación que un robo, lo que ya de por sí suponía un gran delito puesto que se trataba de la profanación de una sepultura, pero es que, además, en este caso, el suceso había encrespado mucho los ánimos. 

La resurrección de Jesús causó un fuerte impacto en sus discípulos. Los Apóstoles dieron testimonio de lo que habían visto y oído. Hacia el año 57 San Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).

Cuando, actualmente, uno se acerca a esos hechos para buscar lo más objetivamente posible la verdad de lo que sucedió, puede surgir una pregunta: ¿de dónde procede la afirmación de que Jesús ha resucitado? ¿Es una manipulación de la realidad que ha tenido un eco extraordinario en la historia humana, o es un hecho real que sigue resultando tan sorprendente e inesperable ahora como resultaba entonces para sus aturdidos discípulos?
A esas cuestiones sólo es posible buscar una solución razonable investigando cuáles podían ser las creencias de aquellos hombres sobre la vida después de la muerte, para valorar si la idea de una resurrección como la que narraban es una ocurrencia lógica en sus esquemas mentales.

De entrada, en el mundo griego hay referencias a una vida tras la muerte, pero con unas características singulares. El Hades, motivo recurrente ya desde los poemas homéricos, es el domicilio de la muerte, un mundo de sombras que es como un vago recuerdo de la morada de los vivientes. Pero Homero jamás imaginó que en la realidad fuese posible un regreso desde el Hades.

Platón, desde una perspectiva diversa había especulado acerca de la reencarnación, pero no pensó como algo real en una revitalización del propio cuerpo, una vez muerto. Es decir, aunque se hablaba a veces de vida tras la muerte, nunca venía a la mente la idea de resurrección, es decir, de un regreso a la vida corporal en el mundo presente por parte de individuo alguno.
En el judaísmo la situación es en parte distinta y en parte común. El sheol del que habla el Antiguo Testamento y otros textos judíos antiguos no es muy distinto del Hades homérico. Allí la gente está como dormida. Pero, a diferencia de la concepción griega, hay puertas abiertas a la esperanza.

El Señor es el único Dios, tanto de los vivos como de los muertos, con poder tanto en el mundo de arriba como en el sheol. Es posible un triunfo sobre la muerte. En la tradición judía, aunque se manifiestan unas creencias en cierta resurrección, al menos por parte de algunos.

También se espera la llegada del Mesías, pero ambos acontecimientos no aparecen ligados. Para cualquier judío contemporáneo de Jesús se trata, al menos de entrada, de dos cuestiones teológicas que se mueven en ámbitos muy diversos. Se confía en que el Mesías derrotará a los enemigos del Señor, restablecerá en todo su esplendor y pureza el culto del templo, establecerá el dominio del Señor sobre el mundo, pero nunca se piensa que resucitará después de su muerte: es algo que no pasaba de ordinario por la imaginación de un judío piadoso e instruido.

Robar su cuerpo e inventar el bulo de que había resucitado con ese cuerpo, como argumento para mostrar que era el Mesías, resulta impensable. En el día de Pentecostés, según refieren los Hechos de los Apóstoles, Pedro afirma que «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte», y en consecuencia concluye: «Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).

La explicación de tales afirmaciones es que los Apóstoles habían contemplado algo que jamás habrían imaginado y que, a pesar de su perplejidad y de las burlas que con razón suponían que iba a suscitar, se veían en el deber de testimoniar.

D. Francisco Varo.
www.primeroscristianos.com

sábado, 20 de abril de 2013

Conversación en el camino de Emaus


“Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia” (Amigos de Dios, n. 313).

"La presencia del Señor inspiraba una gran confianza, pues con apenas dos frases provocó la confidencia de los discípulos: “comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él” (Es Cristo que pasa, n. 105). Sus esperanzas de que Jesús redimiera a Israel habían terminado con la crucifixión. Al salir de Jerusalén, sabían ya que su cuerpo no se encontraba en el sepulcro, y que las mujeres afirmaban haber recibido el anuncio de su resurrección a través de unos ángeles; pero no creen (Cfr. Lc 24, 17-24), están tristes y titubeantes en la fe. “Entonces Jesús les dijo: -¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).

¡Qué conversación sería aquella! Pero “se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante” (Amigos de Dios, n. 314). Sin embargo, “los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos” (Es Cristo que pasa, n. 105). Le ruegan: “mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies” (Lc 24, 29); quédate con nosotros, porque sin ti se nos hace de noche. Jesús se queda, “y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: -¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32).

Comentando este pasaje, san Josemaría lo aplicaba también al apostolado de aquellos cristianos que, en medio del mundo, están llamados a hacer presente a Cristo en todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas de los hombres (cfr. Es Cristo que pasa, n. 105).

“Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via? -¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino? Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida” (Camino, n. 917). El Señor quiso aparecerse a Cleofás y a su compañero de un modo corriente, como un viajero más, sin hacerse reconocer inmediatamente. Como los treinta años de vida oculta de Jesucristo.

La reacción de los discípulos de Emaús, que se levantaron al instante y regresaron a Jerusalén (cfr. Lc 24, 33), también supone una lección para todos los hombres: “Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo. Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (Amigos de Dios, n. 314).

J. Gil

sábado, 13 de abril de 2013

Historia de Emaus


Con el nombre de Emaús existía una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (Cfr 1 Mac, 3-38; 4-25). También se construyó allí una fortaleza por la misma época (1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos restos. 


Su situación estratégica –en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén, donde termina la llanura y comien-zan las montañas centrales de Palestina– hizo que los romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes, fue incendiada y arrasada en el 4 a.C. La ciudad debía de estar reconstruida hacia los años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, ciudad de la victoria, nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.




En el año 638, los árabes invadieron Palestina y conquistaron Nicópolis, que pasó a llamarse Ammwas.Aunque hay noticias de que su población fue evacuada dos años después a causa de una plaga, la ciudad mantuvo su importancia como cabeza de distrito durante la dominación islámica. En junio de 1099, fue el último bastión tomado por los cruzados en su camino hacia Jerusalén. En el siglo XII, durante los reinos cristianos, se construyó una iglesia sobre las ruinas de una basílica de época bizantina. 

Al mismo tiempo, la tradición que identificaba Nicópolis con la Emaús evangélica perdió fuerza frente al dato de la distancia, y se empezó a buscar otro lugar, en un radio de sesenta estadios desde la Ciudad Santa. Primero se sugirió el castillo de Fontenoid, en la actual Abu-Gosh, pero no obtuvo mucho éxito; y en el siglo XIV se propuso El Qubeibeh, que persiste todavía hoy en la tradición recogida por los franciscanos. Desgraciadamente, la iglesia de Emaús-Nicópolis quedó abandonada al irse los cruzados, y la presencia cristiana desapareció de la ciudad hasta finales del siglo XIX. Por iniciativa de la beata Mariam de Belén, religiosa carmelita, en 1878 se compró el terreno donde estaban las ruinas del templo y se reanudaron las peregrinaciones. Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en 1880, en 1924 ( y las que se realizan actualmente han puesto al descubierto los vestigios de dos basílicas bizantinas y de una iglesia medieval –la de los cruzados–, construida con piedras tomadas de las ruinas de las dos primeras.

J. Gil

sábado, 6 de abril de 2013

La aldea de Emaus

La resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros testimonios del sepulcro vacío –las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan–, narran diversas apariciones de Jesús resucitado. Entre todas, la de los discípulos de Emaús, descrita con detalles conmovedores por san Lucas, es especialmente entrañable. 

Conocemos bien el principio del relato: "ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido.Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle" (Lc. 24, 13-16).

La Iglesia antigua identificó Emaús-Nicópolis con el sitio evangélico, y los cristianos veneraban allí la casa de Cleofás. Los testimonios más antiguos se remontan al siglo III: Eusebio de Cesarea, en el Onomasticon, un elenco de lugares bíblicos elaborado hacia el 295, sostiene que «Emaús, de donde era Cleofás, el que es mencionado en el Evangelio de Lucas, es hoy en día Nicópolis, una ciudad relevante de Palestina»; y san Jerónimo, además de confirmar esta tesis al traducir el libro de Eusebio al latín, nos ha transmitido que peregrinó en el año 386 a «Nicópolis, que se llamaba antes Emaús, en la que el Señor, reconocido a la fracción del pan, consagró en iglesia la casa de Cleofás» (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctæ Paulæ). Durante la época bizantina, entre los siglos IV y VII, Emaús-Nicópolis contaría con una nutrida población cristiana, pues fue sede episcopal. 

Con el nombre de Emaús existía una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (Cfr 1 Mac, 3-38; 4-25). También se construyó allí una fortaleza por la misma época (1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos restos. Su situación estratégica –en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén, donde termina la llanura y comien-zan las montañas centrales de Palestina– hizo que los romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes, fue incendiada y arrasada en el 4 a.C. La ciudad debía de estar reconstruida hacia los años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, ciudad de la victoria, nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.

Esta tradición antigua y concordante que situaba en Nicópolis la manifestación de Jesús resucitado se mantuvo a lo largo de los siglos a pesar de contrastar con otros dos datos aportados por san Lucas. El evangelista afirma que se trataba de una aldea y no de una ciudad; y que se encontraba a sesenta estadios de Jerusalén, cuando la distancia es de ciento sesenta. Teniendo en cuenta que esa medida griega equivalía a una longitud variable de entre 185 y 200 metros, hay una diferencia de veinte kilómetros. 

Calificar Emaús-Nicópolis de aldea podría justificarse si en tiempos de Jesucristo realmente lo era; es decir, si no había recuperado todavía su esplendor tras haber sido destruida treinta años antes. La disconformidad con la distancia habría de explicarse por un error de transcripción. Se conservan manuscritos del Evangelio de Lucas donde aparecen tanto sesenta como ciento sesenta estadios; y aunque sonmás numerosos los de la longitudmenor, algunos de la mayor se hallaron en Palestina. En griego clásico, las cifras se representaban con letras: sesenta, con una xi; y ciento sesenta, con una rho antes de la xi. Pudo suceder que en alguna copia importante desapareciera la primera letra; si no se conocían los lugares, el descuido habría pasado inadvertido y así se transmitió en las copias sucesivas: un trayecto de sesenta estadios –once o doce kilómetros– parece más asequible que otro de ciento sesenta –treinta kilómetros–, si se considera que los discípulos volvieron a Jerusalén esa misma noche; aunque cabe imaginar que regresaran a lomos de cabalgadura, nada de eso dice el texto evangélico que, sea como fuere, quedó fijado con la lectura de sesenta estadios. 

J. Gil