sábado, 6 de abril de 2013

La aldea de Emaus

La resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros testimonios del sepulcro vacío –las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan–, narran diversas apariciones de Jesús resucitado. Entre todas, la de los discípulos de Emaús, descrita con detalles conmovedores por san Lucas, es especialmente entrañable. 

Conocemos bien el principio del relato: "ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido.Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle" (Lc. 24, 13-16).

La Iglesia antigua identificó Emaús-Nicópolis con el sitio evangélico, y los cristianos veneraban allí la casa de Cleofás. Los testimonios más antiguos se remontan al siglo III: Eusebio de Cesarea, en el Onomasticon, un elenco de lugares bíblicos elaborado hacia el 295, sostiene que «Emaús, de donde era Cleofás, el que es mencionado en el Evangelio de Lucas, es hoy en día Nicópolis, una ciudad relevante de Palestina»; y san Jerónimo, además de confirmar esta tesis al traducir el libro de Eusebio al latín, nos ha transmitido que peregrinó en el año 386 a «Nicópolis, que se llamaba antes Emaús, en la que el Señor, reconocido a la fracción del pan, consagró en iglesia la casa de Cleofás» (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctæ Paulæ). Durante la época bizantina, entre los siglos IV y VII, Emaús-Nicópolis contaría con una nutrida población cristiana, pues fue sede episcopal. 

Con el nombre de Emaús existía una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (Cfr 1 Mac, 3-38; 4-25). También se construyó allí una fortaleza por la misma época (1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos restos. Su situación estratégica –en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén, donde termina la llanura y comien-zan las montañas centrales de Palestina– hizo que los romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes, fue incendiada y arrasada en el 4 a.C. La ciudad debía de estar reconstruida hacia los años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, ciudad de la victoria, nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.

Esta tradición antigua y concordante que situaba en Nicópolis la manifestación de Jesús resucitado se mantuvo a lo largo de los siglos a pesar de contrastar con otros dos datos aportados por san Lucas. El evangelista afirma que se trataba de una aldea y no de una ciudad; y que se encontraba a sesenta estadios de Jerusalén, cuando la distancia es de ciento sesenta. Teniendo en cuenta que esa medida griega equivalía a una longitud variable de entre 185 y 200 metros, hay una diferencia de veinte kilómetros. 

Calificar Emaús-Nicópolis de aldea podría justificarse si en tiempos de Jesucristo realmente lo era; es decir, si no había recuperado todavía su esplendor tras haber sido destruida treinta años antes. La disconformidad con la distancia habría de explicarse por un error de transcripción. Se conservan manuscritos del Evangelio de Lucas donde aparecen tanto sesenta como ciento sesenta estadios; y aunque sonmás numerosos los de la longitudmenor, algunos de la mayor se hallaron en Palestina. En griego clásico, las cifras se representaban con letras: sesenta, con una xi; y ciento sesenta, con una rho antes de la xi. Pudo suceder que en alguna copia importante desapareciera la primera letra; si no se conocían los lugares, el descuido habría pasado inadvertido y así se transmitió en las copias sucesivas: un trayecto de sesenta estadios –once o doce kilómetros– parece más asequible que otro de ciento sesenta –treinta kilómetros–, si se considera que los discípulos volvieron a Jerusalén esa misma noche; aunque cabe imaginar que regresaran a lomos de cabalgadura, nada de eso dice el texto evangélico que, sea como fuere, quedó fijado con la lectura de sesenta estadios. 

J. Gil

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