sábado, 27 de septiembre de 2008

Un musulmán: "lo vuestro no es ayuno"

Esta semana termina el mes del Ramadán para los musulmanes. Son días muy movidos en Jerusalén. Muchísimos musulmanes que vienen desde los alrededores a la Ciudad Santa –al Quds, en árabe- para rezar al final del Ramadán en la esplanada de las mezquitas, especialmente ante el domo de la Roca, uno de los lugares más santos para los musulmanes, pues en esa mezquita está la roca desde donde sostienen que Mahoma subió al cielo.
Todos los viernes vienen muchos musulmanes para rezar y llenan de coches y de autobuses los alrededores de la puerta de Damasco. Yo vivo cerca y se nos llena la calle de vehículos aparcados por todos lados, hasta el punto de que peligra seriamente que podamos sacar nuestros coches del aparcamiento. Otra cosa curiosa que nos afecta en Ramadán -también a los que no somos musulmanes- son los toques de inicio y final del ayuno cada día. El comienzo nos sorprende durmiendo. Suele ser sobre las 5.00 de la madrugada. Se trata de un petardazo o bombazo que se oye fortísimo en toda la ciudad. Algunos se siguen despertando con el ruido. Otros ya nos hemos ido acostumbrando. Por la tarde, sobre las 18.00 cuando termina el tiempo de ayuno vuelve a sonar el bombazo. Generalmente es fuerte y sobresalta, aunque a veces es más potente de lo normal y te llevas un susto. Cuando es tan fuerte suelen saltar hasta alarmas de los coches en la calle.
Sobre el ayuno que hacen los musulmanes el casi un mes que dura el Ramadán, hay que decir que es bastante duro. No comen ni beben nada desde antes de salir el sol –alrededor de las 5.00- hasta que se pone –sobre las 18.00- durante un mes. Siguen trabajando y sufren las consecuencias, sobre todo de la falta de líquido. Sobre esto quería contar un sucedido que le pasó a uno de los que viven en la misma casa que yo. Estuvo hablando de religión con un amigo musulmán en la universidad. Le explicó que nosotros también teníamos la Cuaresma, y que se trataba de 40 días en los que hacíamos abstinencia todos los viernes, y ayunábamos dos. Nuestro ayuno consistía en desayunar muy poco, comer normal, no tomar nada entre comidas ni merendar, y cenar de manera frugal. La abstinencia consistía en no comer carne. Cuando el musulmán oyó lo que hacíamos los católicos le dijo a mi amigo:
-Eso no es ayuno.
Efectivamente. Comparado con lo que ellos hacen no es prácticamente nada. Para que luego nos quejemos o rebajemos esa penitencia tan mínima que nos manda la Iglesia.
Los niños también lo viven. Me contaban también de uno de los niños musulmanes que vienen por el club, que en un día de Ramadán, cuando quedaba una hora para el bombazo -para que terminara el ayuno- llamó a su madre por el movil y le dijo que tenía una botella de coca cola, y que si podía beber un poco. Su madre le dijo, que no, que esperara una hora.
Muchas veces nuestros hermanos musulmanes nos dan ejemplo de mortificación y espíritu de sacrificio.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Monedas con historia en Tierra Santa



Esta semana nuestra historia trata de monedas antiguas. Vinieron algunos niños a la actividad del club, y en esta ocasión se organizó para ellos una gymkana por las calles de la ciudad antigua de Jerusalén. Los niños tenían que realizar diversas pruebas que llevaban escritas en un papel, y el grupo que terminara de conseguir antes lo que se indicaba había ganado y recibiría el premio. No era fácil, pues había bastantes pruebas: algunas bastante originales y otras difíciles. Una de las que tenían que hacer era conseguir una moneda de otro país. Pero un grupo de niños se equivocó, pues en lugar de traer una moneda extranjera lograron algo en teoría más difícil. Entraron en una tienda de la ciudad antigua y preguntaron por una moneda especial. El resultado fue que el comerciante les dio la moneda que aparece en la imagen. Nos quedamos un poco sorprendidos cuando vimos al niño llegar con la moneda. Era muy pequeña, tenía como un centímetro de diámetro, y parecía realmente antigua. La llevamos a un especialista, y nos confirmó que efectivamente se trataba de una moneda antigua romana, y que la imagen que aparecía en una de las caras es la de un emperador romano. Por supuesto la moneda -aunque no era extranjera- por su indudable originalidad fue admitida.
Se pueden encontrar monedas antiguas en Jerusalén. Algunos han descubierto el negocio y han comercializado el famoso “Óbolo de la viuda”.
“Alzando la mirada, vio a unos ricos que echaban sus donaciones en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas, y dijo: "De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que nadie. Porque todos éstos han echado como donativo lo que les sobra, ésta en cambio ha echado de lo que necesita, de todo lo que tiene para vivir". (San Lucas, 21:1)
Esta moneda se puede comprar en las tiendas Se vende en unas cajas en forma de libro en las que se encuentra un “Óbolo de la viuda” muy bien presentado. Esta moneda del siglo I a.C. se llamaba “Lepton”. La palabra es una palabra griega que significa “pequeña” o “fina”, y en la época era la moneda de menor valor. Hoy por su indudable interés esta moneda que - para desgracia de la viuda- valía tan poco se ha revalorizado, y se vende por muchísimo más de lo que costaba en su momento. De todas formas el valor de la moneda era el de la generosidad de esa persona que la echó en el cepillo del Templo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

El Calvario y la Virgen Dolorosa

Ayer día 14 de septiembre celebramos en Jerusalén la solemnidad de la exaltación de la Santa Cruz. Hoy es la fiesta de la Virgen Dolorosa. Aprovecho esta ocasión para hablar del monte Calvario donde murió nuestro Señor y también de nuestra Madre la Virgen, que fue traspasada en ese lugar por una espada de dolor, como le había anunciado años atrás el anciano Simeón.
El Calvario no es un monte, sino de una gran roca de 5 a 6 metros de alto, por otros 6 de largo y otros tantos de ancho. La palabra monte para referirse al Calvario empezó a ser usada en el siglo IV a iniciativa del llamado "peregríno de Lión", que escribió sobre su viaje a Tierra Santa y popularizó la expresión “monte calvario”. Pero no hay tal monte. Se trataba de una antigua cantera. Era una zona fuera de los muros de la ciudad donde había restos de una antigua cantera de malaquita. Había estado en explotación desde el siglo IV antes de Cristo hasta el siglo I a.C, y en ese momento sólo quedaban los muros de piedra en semicírculo tan característicos, que se suelen encontrar en las canteras. Dicho promontorio, por tanto, no era de tierra sino de piedra. Se llamaba Gólgota que proviene del arameo Gugulta, que significa cráneo. En Hebreo se llama Galgolet, y en Griego Dránion. Locus Calvarie en latín. Al castellano se traduce como calavera, cabeza, calva…, la piel que recubre el cráneo sin cabello. Así llamaban aquí a cualquier promontorio. De ahí proviene lugar de las calaveras o Calvario, y no porque hubiera calaveras de gente que había muerto en el lugar. También le llamaban lugar de la calavera pues la forma de la roca recordaba a una calavera.
Bajando por la roca hasta la cantera había una hondonada, y al otro lado –enfrente- excavados en las laderas que dejaba la cantera se encontraban unos sepulcros. Allí estaba el sepulcro excavado en roca que José de Arimatea se había hecho construir y en el que fue depositado el cuerpo del Señor. Entre el Gólgota y el Calvario hay una distancia de 39 metros.
Actualmente hay una basílica que contiene tanto el Calvario como el Santo Sepulcro. En el Calvario hay dos zonas: la zona que lleva la Iglesia Católica y que es el lugar donde tradicionalmente fue clavado en la Cruz el Señor; y la zona que lleva la Iglesia Ortodoxa Griega, donde murió Jesús en la Cruz. Entre las dos hay una imagen muy bonita de la Virgen Dolorosa, que forma parte de la zona Católica. Se encuentra detrás de un pequeño altar, y encima de una columna. La imagen tiene una espada que le está traspasando el alma. Se trata de una imagen muy venerada a la que va mucha gente a rezar. Siempre hay personas que, esquivando la cola que se forma para besar el agujero de la Cruz, están rezando a la imagen de la Virgen Dolorosa.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Diario de un peregrino. Quinto día y despedida.

Domingo, 4 de mayo. Esplanada del Templo.

También hoy hemos caminado por la muralla hasta Jaffa. Cierta aflicción se va apoderando de mí al saber que quizás sea la última vez que atravieso esta puerta para recorrer las que parecen ahora cotidianas calles. Siento ya una melancolía prematura, una tristeza inefable mientras doblo las esquinas, cada vez que los altos muros de piedra rosada quedan atrás, ante el día que nace atravesando las techumbres del zoco iluminando tenuemente su despertar, por el aroma del incienso que nos conduce ya al Santo Sepulcro. Siento nostalgia de todo ello; esta sensación me acompaña mientras escuchamos misa en nuestra Crucifixión y, después, cuando recorro por última vez las penumbras y rodeo mansamente el primitivo monumento. Todo sigue igual esta mañana: la visita aún no ha comenzado, el ermitaño no se mueve desde su eternidad, la pálida niña continúa mirando con ojos llorosos el vacío gris sin importarle nada ese otro mundo de allá fuera, los inmensos cirios se elevan hacia la cúpula como un grito que resultase ser un lamento desgarrado salido de un profundo y ancestral órgano. De aquí surge el encantamiento, de aquí, la fe. Antes de salir miro postreramente hacia atrás y, ¡ay!, tengo quizás celos de los que mañana puedan contemplar el misterio profundo que de allí emana.



Aún nos queda tiempo para visitar la Explanada del Templo, hoy en día Haram el Cherif o Explanada de las Mezquitas. Paseando su enormidad primitiva olvidas la vieja ciudad que se extiende hacia poniente. Aquí no hay más que un gran vacío en la cumbre convertida en altiplano por la legendaria obra del rey Salomón. Desde el Pináculo, el valle de Josafat y el Monte de los Olivos ofrecen una visión grandiosa y bíblica, casi un preludio al más allá, convertida su ladera en cementerio milenario de creyentes que esperan de cerca el gran día del Juicio Final. Hombres y mujeres salen y entran de la Mezquita de al-Aqsa, se detienen sin prisas, sin excesos en su expresión devota, rezan y se retiran sin aparentar premuras de ningún tipo, tampoco aglomeraciones. Resulta tan diferente a las muestras de fervor místico que apenas hace unos instantes hemos contemplado en el Santo Sepulcro…, o a la actitud de esos hebreos desconsolados frente al muro que soporta esta plaza grandiosa y divina, que llenan de súplicas apocalípticas el común espacio… Resulta tan ajeno este lugar…tan limpio y cerca del cielo, que te produce una inesperada sensación, como si desde una atalaya contemplaras la historia de todas estas gentes antiguas: Abrahán trae hasta la cumbre de esta montaña a su hijo para ofrecerlo en holocausto, el arcángel Gabriel se posó en la piedra, Salomón edificó el primer Templo, las mismas Tablas de la Ley descansaron aquí custodiadas, Jesucristo caminó por este entorno, como tantos fieles se dirigía al templo para orar, desde aquí acusó de hipócritas a escribas y fariseos y predicó sus nuevas enseñanzas, desde aquí, en fin, Mahoma ascendió a los cielos. Parece como si toda la historia de nuestra vida comenzara en este púlpito. Es verdaderamente un lugar sagrado. La Cúpula de la Roca parece refulgir de esplendor en aquel ambiente de sobriedad. Su colorido es tal que casi resulta disonante, un zafiro coronado de oro guardado en un vetusto joyero. Allí también acuden los musulmanes para adorar la santa piedra, guardada así con celo y primor, inaccesible para otros credos. El sol que baña estas alturas desaparece tras la misteriosa puerta que te introduce de nuevo en el ambiente fresco que emana de las callejuelas del barrio musulmán. Ahora ya todo queda atrás mientras caminamos de vuelta a casa. ¡Adiós, Jerusalén!

domingo, 7 de septiembre de 2008

Diario de un peregrino. Día cuarto.

Sábado, 3 de mayo. Belén y Jerusalén de noche.

De nuevo caminamos, poco después de salir el sol, por el sendero ajardinado que discurre cerca de la muralla hasta la Puerta de Jaffa. Hoy es sabat, y muchos hebreos se dirigen ya hacia las sinagogas o hacia el Muro para vaciar y alimentar su espíritu. Caminan decididos y orgullosos, a veces con porte moderno, actual; otros envueltos en abrigos negros, con rizos, sombrero y filacterias. También acuden niños cogidos de la mano de sus papás, con camisa blanca, pantalón oscuro y kippa. Qué cruel me parece, al menos para los pequeños, tal exhibición de identidad, y qué tremendistas y rígidos sus preceptos. La primera de las religiones que clamó el monoteísmo, el Verbo de Dios, aquella que se inició de forma divina con la revelación de Yahvé a Abrahán hace casi 4.000 años, se ha quedado hoy anclada en el pasado remoto. Pero cómo juzgar aquí, en esta ciudad, el modo de acercamiento del hombre a Dios, cómo distinguir el significado de una oración, el fervor y la veracidad de las palabras cuando se contemplan tan sólo unos ojos enjugados de lágrimas o unas manos implorantes.
Las callejuelas conocidas nos llevan al Santo Sepulcro, ese lugar de Jerusalén donde el alma parece saciar mejor su sed infinita. Escuchamos misa en la Capilla de La Crucifixión, unidos unos pocos en la fe católica, afortunados nosotros de compartir con el sacerdote el recuerdo allí -¡en el ápice del Calvario!- de una persona ausente ya de nuestra vida terrenal, y escuchar su nombre en aquel espacio que se llena gradualmente de cánticos ceremoniales griegos provenientes de la rotonda negra del Sepulcro.
Me siento preparado para recibir al Señor en comunión; en este lugar en el que su presencia se hace tan patente, no sólo por la historia acumulada como una pátina en cada rincón del oratorio, sino también por la grandeza de fe que se desprende de los fieles congregados, de esa mujer casi niña postrada frente al altar que mientras se cubre el rostro con las manos como queriendo excluirse de este mundo, se pliega sobre sí misma hasta apoyar la frente en el suelo en un gesto de humildad y entrega infinito.
Conducimos hasta Belén y encontramos la imagen más cruel de la intransigencia entre los pueblos, entre las civilizaciones. Se hace patente el desencuentro, la iniquidad de sus gobernadores y hasta de sus guías espirituales, que lejos de mirar hacia un solo Dios se afanan en conseguir poder y acólitos para su causa.


Un vergonzante muro de hormigón y alambradas separa dos mundos en una tierra que vio nacer a Jesús, símbolo de la paz, profeta para musulmanes y hebreos. Olvidadas sus enseñanzas, unos y otros se odian dispuestos a no descansar hasta eliminar al adversario. Pero nosotros, como cristianos, cruzamos caminando aquel tránsito de poder con la mera intención de visitar un lugar santo. Un buen hombre se encargará de mostrarnos desde su piedad y fe en el Islam cada rincón que recuerda al niño Dios.
Sobre un terreno acolinado y yermo se extiende esta pequeña ciudad árabe conservando la memoria de los siglos y adaptándose a los nuevos visitantes judíos, que al no renunciar a su pasado milenario y cierto, se presencian en núcleos esporádicos envolviendo y vigilando la población y sus pobladores.
La cueva de los pastorcillos, las ruinas bizantinas que en su día fueron templos y basílicas en honor de la anunciación del ángel, los pozos de agua antiquísimos, muestra de la bondad bíblica de estos lugares, los caminos, en fin, que descienden a los valles, te sitúan ciertamente en el entorno del nacimiento de Jesús.
A la Basílica de la Natividad se accede a través de una pequeña abertura, casi un resquicio bajo un arco tapiado, que llaman Puerta de la Humildad, recordatorio de lo insignificantes que somos como hombres mortales. De forma tan sencilla te introduce en una nave basta y vacía, flanqueada por imponentes columnas que soportan una techumbre de tiempos de los Cruzados. Un aire de arcaísmo envuelve también este santo lugar, al que llegan, como a tantos otros, decenas, centenares de peregrinos venidos de las tierras más lejanas, para rendirse ante el lugar que el profeta Isaías anunció como aquel donde vendría al mundo el Mesías. Se cumplió la profecía y, así, en La Gruta de la Natividad, una estrella de plata incrustada en la losa de una pequeña cueva – casi una hornacina – dentro de la cueva, muestra al mundo, ¡clama!, el pequeño espacio -quizás la indefensión del niño Dios- donde tuvo lugar el nacimiento. Una vez más la fe tiene que acudir en mi ayuda para abstraerme de otros estímulos, otras prisas, y observar con vehemencia tan entrañable lugar.
Belén posee un deslumbrante mercado turco donde se respira a fondo la historia de antiguos pobladores que impregnaron con su sangre, sus costumbres y su religión, las callejuelas y plazoletas que suben y bajan abarrotadas de mercancías y luz. Es un consuelo que a veces las civilizaciones respeten tesoros arquitectónicos de sus predecesoras para deleite de venideras.
Al salir del nucleo urbano serpenteamos entre un paisaje gris, salpicado de modestas construcciones de bloque, que nos lleva a una pequeña aldea desde donde divisamos el valle pedregoso y estéril. En una de sus cimas que le sirven de cerco, un oasis de verdor acoge una construcción lejana, casi escondida, propiedad y atalaya de los israelíes, un kibbutz, desde donde parecen vigilar la agonía y desesperación de los palestinos, rebeldes por habérseles sido arrebatada la tierra de sus antepasados. Cómo no escuchar su lamento, su rabia contenida, su falta de esperanza para sus hijos; agarrados ellos al erial que da pasto a sus legendarias cabras desde tiempos de sus abuelos, y aferrados también a la casa levantada con sus manos. Pero prescindo de tanto conflicto y observo despacio aquella tierra, la misma que existió en tiempos de Jesús, donde fueron degollados tantos inocentes y desde la que partieron José y María con el niño camino de Egipto.
Nuestro anfitrión nos halaga haciéndonos partícipes de su casa y su familia, ofreciendo quizás lo que ancestralmente ha sido verdaderamente importante para sobrevivir: la generosidad de hacerte compartir su mesa. De nosotros espera una ayuda -¿por qué no?- para seguir. Solimán conoce nuestra religión, la respeta, la sitúa dentro de la suya propia y en su boca pone su convicción: se sentiría igualmente feliz si uno de sus hijos se casara con una cristiana; él iría a la mezquita y ella a la iglesia. Cuánta bondad en estas palabras y qué sencillo su mensaje. En un instante oigo la mayor expresión de reconciliación entre los pueblos, de respeto, de esperanza… Dicho en este lugar adquiere su máximo sentido, y pienso que Jesucristo se sentiría muy feliz de escucharlo. Bienaventurado por ello.
Despedimos Belén con una visita a la Gruta de la leche, donde en una primorosa capilla subterránea puede contemplarse una imagen de la Virgen María llena de sencillez y dulzura. Ofrece el pecho al Niño mostrándonos su gesto más maternal. Un monje franciscano reza en silencio en un rincón, él y yo solos en aquella quietud, y por un momento siento la suya una vida plena.
Nuestro ya amigo árabe nos acompaña al muro, a las puertas férreas, a las alambradas que nos separan del otro lado. Al despedirnos nos dice que él no puede salir. Allí nos damos un abrazo sincero, y por un momento unas lágrimas quieren delatarnos y apenas somos capaces de contenerlas. Adiós, Solimán, suerte para tus hijos.



El atardecer desde la cima del Monte de los Olivos resulta una visión mágica, una ilusión para los sentidos. Quisiera detener el instante, que la atmósfera gris azulada permaneciera quieta, levitando sobre la vieja ciudad durante más tiempo, envolviendo sus calles apiñadas, sus tejados y sus habitantes sin abandonarlos nunca. Pero tonos naranjas y rojizos van ganando el cielo; la majestuosa y dorada Cúpula de la Roca, minaretes y campanarios, remarcan sus brillos y perfiles como eternamente. Allá al fondo, las bóvedas del Santo Sepulcro. Poco a poco todo va desapareciendo en la noche, y no queda del Monte Moria sino un mar de lucecitas. Para mayor hechizo, la llamada a la oración resuena profunda en todo el valle de Josafat como un eco milenario.