domingo, 14 de septiembre de 2008

Diario de un peregrino. Quinto día y despedida.

Domingo, 4 de mayo. Esplanada del Templo.

También hoy hemos caminado por la muralla hasta Jaffa. Cierta aflicción se va apoderando de mí al saber que quizás sea la última vez que atravieso esta puerta para recorrer las que parecen ahora cotidianas calles. Siento ya una melancolía prematura, una tristeza inefable mientras doblo las esquinas, cada vez que los altos muros de piedra rosada quedan atrás, ante el día que nace atravesando las techumbres del zoco iluminando tenuemente su despertar, por el aroma del incienso que nos conduce ya al Santo Sepulcro. Siento nostalgia de todo ello; esta sensación me acompaña mientras escuchamos misa en nuestra Crucifixión y, después, cuando recorro por última vez las penumbras y rodeo mansamente el primitivo monumento. Todo sigue igual esta mañana: la visita aún no ha comenzado, el ermitaño no se mueve desde su eternidad, la pálida niña continúa mirando con ojos llorosos el vacío gris sin importarle nada ese otro mundo de allá fuera, los inmensos cirios se elevan hacia la cúpula como un grito que resultase ser un lamento desgarrado salido de un profundo y ancestral órgano. De aquí surge el encantamiento, de aquí, la fe. Antes de salir miro postreramente hacia atrás y, ¡ay!, tengo quizás celos de los que mañana puedan contemplar el misterio profundo que de allí emana.



Aún nos queda tiempo para visitar la Explanada del Templo, hoy en día Haram el Cherif o Explanada de las Mezquitas. Paseando su enormidad primitiva olvidas la vieja ciudad que se extiende hacia poniente. Aquí no hay más que un gran vacío en la cumbre convertida en altiplano por la legendaria obra del rey Salomón. Desde el Pináculo, el valle de Josafat y el Monte de los Olivos ofrecen una visión grandiosa y bíblica, casi un preludio al más allá, convertida su ladera en cementerio milenario de creyentes que esperan de cerca el gran día del Juicio Final. Hombres y mujeres salen y entran de la Mezquita de al-Aqsa, se detienen sin prisas, sin excesos en su expresión devota, rezan y se retiran sin aparentar premuras de ningún tipo, tampoco aglomeraciones. Resulta tan diferente a las muestras de fervor místico que apenas hace unos instantes hemos contemplado en el Santo Sepulcro…, o a la actitud de esos hebreos desconsolados frente al muro que soporta esta plaza grandiosa y divina, que llenan de súplicas apocalípticas el común espacio… Resulta tan ajeno este lugar…tan limpio y cerca del cielo, que te produce una inesperada sensación, como si desde una atalaya contemplaras la historia de todas estas gentes antiguas: Abrahán trae hasta la cumbre de esta montaña a su hijo para ofrecerlo en holocausto, el arcángel Gabriel se posó en la piedra, Salomón edificó el primer Templo, las mismas Tablas de la Ley descansaron aquí custodiadas, Jesucristo caminó por este entorno, como tantos fieles se dirigía al templo para orar, desde aquí acusó de hipócritas a escribas y fariseos y predicó sus nuevas enseñanzas, desde aquí, en fin, Mahoma ascendió a los cielos. Parece como si toda la historia de nuestra vida comenzara en este púlpito. Es verdaderamente un lugar sagrado. La Cúpula de la Roca parece refulgir de esplendor en aquel ambiente de sobriedad. Su colorido es tal que casi resulta disonante, un zafiro coronado de oro guardado en un vetusto joyero. Allí también acuden los musulmanes para adorar la santa piedra, guardada así con celo y primor, inaccesible para otros credos. El sol que baña estas alturas desaparece tras la misteriosa puerta que te introduce de nuevo en el ambiente fresco que emana de las callejuelas del barrio musulmán. Ahora ya todo queda atrás mientras caminamos de vuelta a casa. ¡Adiós, Jerusalén!

No hay comentarios: