"En las ciudades milenarias siempre hay recintos amurallados en los que el polvo del camino, la suciedad, el descuido y la pobreza, se convierten en coprotagonistas involuntarios del recuerdo. Aquí en Oriente Medio sucede algo parecido pero suavizado, porque los tejidos gastados y descoloridos de las chilabas y yihabs árabes se mezclan con el arco iris de los mil y un artículos de sus apretados comercios que, en interminables hileras van ofreciendo, junto al brillo dorado, plateado y cobrizo de un sin fin de emblemas religiosos o cachivaches laicos de dudosa utilidad, sus tejidos bordados, recamados, orlados y adornados en un millar de tonalidades llamativas y alegres, entre aromas de azafrán, anís, menta, cilantro comino o incienso que, desde los recovecos insospechados de angostas calles, despiertan nuestros sentidos y envuelven nuestro laberíntico deambular mañanero. Las sonrisas de los niños judíos, musulmanes o cristianos, todos ellos cuidados, protegidos y uniformados, a los que se respeta y quiere por encima de todo, viajan a estas horas tempranas a nuestro lado. Son cientos de ojos, en su mayoría de un negro profundo, que nos miran curiosos cuando, muy de mañana de camino a la escuela, se encuentran con nosotros. Sé que en este viaje no podré detenerme a charlar con ellos, ni con nadie y eso me duele porque los paisajes siempre son mudos e inexpresivos cuando no hay contacto verbal con sus gentes y la perspectiva queda incompleta, cuando no distorsionada.
Y para ellos ¿qué soy yo para ellos? Tan solo una mirada más entre todas las miradas de las gentes que acuden a su tierra, porque muchos de estos pequeños todavía ignoran que para millones de seres humanos su raíz y su fin no tienen más norte ni guía que estas piedras pulidas por el tiempo y teñidas con la sangre de todas las así llamadas civilizaciones que fueron construyendo y destruyendo poblaciones; arrasando y edificando preciosas y preciadas obras de arte; matando y engendrando seres humanos; levantando y derrumbando símbolos, confirmando o renegando de creencias y doctrinas; luchando, en fin, con las armas menos adecuadas, las de la guerra, por preservar la fe que defendían, cada uno en nombre del que para ellos era el único dios. Estos sufridos parajes reciben desde hace milenios el nombre de Tierra Santa y por ellos caminaron, hace ya una eternidad, David en nombre de Yahvé, Mohamed profeta de Alá, y Jesucristo quien, para los cristianos, fue y es la encarnación del Hijo de Dios.
Han pasado miles de años, y cada día comprobamos que las luchas fratricidas siguen asolando estos parajes, de manera intermitente, pero incesante, mientras la comunidad internacional amedrantada por los intereses creados sigue adorando al becerro de oro que, últimamente les está saliendo rana, y mira hacia otro lado permitiendo, cuando no alentando, una situación de dominio-sumisión, vergonzosa y excesivamente peligrosa en pleno siglo XXI, y uno se pregunta sin hallar respuesta la razón por la cual las dos religiones con más fieles del mundo conocido, el cristianismo y el islamismo, junto al judaísmo, que es la más antigua de las creencias monoteístas, tiene su origen en estos territorios que con tanta frecuencia parecen abandonados de la mano del hombre y lo que es más cruel: de la de Dios.
La población judía apareció 2000 años antes de Cristo en la llamada Tierra Prometida, hoy conocida como Israel, con Moisés y la entrega de la Torá en el Monte Sinaí, pero pronto fueron expulsados por los romanos quienes junto a bizantinos y otomanos impidieron su posterior regreso. El cincuenta por ciento de los judíos de hoy aceptan el sionismo de Theodor Herzl como movimiento político salvador que propugnó desde sus inicios el restablecimiento de una patria para los israelitas en dicha tierra, consiguiéndolo, aunque parcialmente, en 1948. De esa mitad de población judía no todos practican de idéntica manera su religión. Los hay laicos y poco interesados en ella; los hay tradicionales pero escasamente practicantes y otros son ortodoxos que participan asiduamente en sus rituales sin rechazar la evolución del mundo actual. La mayoría de ellos son profesionales capacitados y reconocidos que visten a la manera occidental y pasan inadvertidos a nuestro lado por las calles del viejo o del nuevo Jerusalén.
Sin embargo hay otro cincuenta por ciento que llama nuestra atención a simple vista debido a su atuendo especial, La ley judía dicta que tanto mujeres como hombres judíos se vistan siguiendo las normas de tznius (recato) y los llamados ultra ortodoxos siguen inflexibles este mandato. Ellas y ellos suelen ser jóvenes agraciados, quizá porque los de mayor edad abandonan sus barrios con menor frecuencia. Ellas visten blusas claras y amplias faldas negras, largas hasta el tobillo, presentan caras lavadas y tersas, mirada baja y apresurado el paso, deben ser solteras porque no cubren sus cabellos con pelucas o tocados como las ultra ortodoxas casadas. Ellos van de negro con camisa blanca, y por debajo de la levita o americana asoman los Tzitzit (flecos) del talit (chal) de cuatro puntas que prescribe la Torá (nuestro Pentateuco). Van tocados siempre con sombrero o kipá, que es ese gorrito de tela o lana bien tejida, que se confecciona hoy en día de los más diversos tonos, y que estos ultras ortodoxos llevan siempre en negro, y del que no se desprenden en toda la jornada, ello se debe a que obedecen el estricto precepto de que el hombre no debe mostrarse descubierto delante de Dios sino que ha de colocar sobre la cabeza una prenda que le recuerde que por encima de él siempre está Yahvé. El resto de judíos solo se cubre en lugares de culto o en ceremonias especiales. La utilización de los bucles en las sienes o peyes que tanto nos choca, se debe a otro de sus mandamientos que reza: "No cortarás circularmente los extremos de tu cabeza, ni estropearás la punta de tu barba." (Vaikrá/Levítico 19:27).
Al verlos pasar junto a mi, serenos y clonados, no puedo por menos de pensar, con el mayor de los respetos, si serán capaces de cumplir con tanta fidelidad los seiscientos trece mandamientos que les obligan y dictan hasta los más nimios aspectos de su vida cotidiana, y un escalofrío me recorre el alma…
Junto a ellos en Jerusalén conviven o sobreviven los musulmanes desde que en el siglo VII asediaron la ciudad expulsando a los bizantinos. La creencia musulmana tiene su origen tan solo unos años antes, en el 610 d. C. en Arabia cuando el Arcángel Gabriel, se aparece para revelar a Mahoma los designios de Alá en la cima del Monte Hira, al este de la Meca. Esta revelación reproducida en aleyas, da forma a los ciento catorce suras o capítulos de su texto sagrado; El Corán, que va desgranando los cinco mandamientos básicos que lo inspiran; la profesión de fe, la oración; la práctica de la limosna; el ayuno y la peregrinación a la Meca. A su vez, los musulmanes también están divididos en una gran mayoría suní; un diez por ciento de chiis y unos cuantos jarydíes testimoniales. El origen de esta división viene dado por las diferencias de criterio que hubo en su día, para elegir al sucesor de Mahoma, pero en estos veinte siglos son demasiado profundas las brechas que se han ido abriendo y de las que ni siquiera nos permitiríamos hablar. En la actualidad su barrio comienza en una de las siete puertas de la ciudad; la del León, allí tienen sus viviendas y comercios, parecen más bulliciosos y locuaces y algunos de ellos nos sonríen al pasar.
Aquí en Israel, judíos y musulmanes forman, casi igualados en número, la mayoría de la población y tampoco es fácil saber a golpe de vista cuantos de estos palestinos, consideran vital la práctica de su religión. Por este pacto tácito de silencio, sin olvidar que el árabe es tan complicado para un occidental como el hebreo, tampoco con ellos hablamos más allá de los comentarios en inglés, provocados por las escasas compras o debidos a una cortesía que ellos practican desde la distancia, pero he podido escuchar algunas opiniones autorizadas sobre la situación, que me hace sospechar que como en el caso de los cristianos, se van debilitando paulatinamente los signos externos aunque permanece arraigada en ellos lo que nosotros hemos dado en llamar la fe del carbonero.
Finalmente, el total de población cristiana que, mundialmente es la primera religión, aquí en Tierra Santa no llega a un catorce por ciento, reuniendo católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos y evangelistas. Razón tenía Jesús cuando al llegar a Nazareth se sintió preterido por los suyos: "Un profeta no es despreciado sino en su patria, entre sus parientes y en su propia casa". (Marcos, 6/16)
Ha sido demasiado fugaz esta estancia. Recuerdo todos los parajes, las basílicas e iglesias en las que todas las creencias y oraciones se entremezclan, Me llevo en la retina ese mar nocturno de Galilea donde el Gran Pescador mandaba echar las redes y paraba tormentas, esos cementerios enormes con palmas, piedras o flores, muy juntos, sin solución de continuidad; y ese temblor de estar ante el Pesebre y luego en el Calvario redentor. Difícilmente describir el paso por Getsemaní: “Mi alma siente angustias de muerte, quedaos aquí y velad conmigo”. (Mateo, 26/39) y no escuchar una y otra vez aquella voz de infinita clemencia en medio del dolor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen”, (Lucas, 23/24). Y Ya, como a María, no me queda más que "guardar todas estas cosas meditándolas en el corazón". (Lucas 2/199.)
No he podido entrar y permanecer unos minutos ni en una sinagoga ni en una mezquita lo que junto a este obligado silencio y el total alejamiento de sus gentes hace que una parte de mi necesite volver para remediar estas carencias evidentes, pero ello no ha sido obstáculo para advertir que algo ha ocurrido durante este breve espacio de tiempo. Quizá sea prematuro aventurar en qué instante tiene lugar esa revolución interior que sin duda y, a pesar de mi absoluta convicción de que esas cosas no ocurren, se ha producido en mí. No ha habido ningún signo externo; ningún instante mágico y especial; no he caído como Pablo del caballo en pleno éxtasis contemplativo; no he sentido llamadas exclusivas; ni nada que a la luz de la razón pueda explicar de modo conveniente. No me siento cambiada, sino reconfortada. He comprendido el porqué de las renuncias, el verdadero valor de la bondad no recompensada; el sentido de una actitud constante de optimismo y gratitud a la vida que, a pesar de caídas, desmayos y tropiezos mantengo con firme lealtad y sin condiciones durante tanto tiempo. Percibo con amplia claridad que mis eternas dudas se acaban y que, según van pasando los días, el puzzle sin terminar de toda mi existencia va, por fin encajando. Se van abriendo en mi mente parcelas cerradas a cal y canto hasta el momento, y me he reafirmado en el valor de las palabras de San Agustín que presiden cada uno de mis días desde hace tanto tiempo: “Ama y haz lo que quieras”, y he empezado a bucear en otras religiones buscando al Dios de amor y perdón que como un paciente y comprensivo padre les acompañe, y confieso que perdida entre tantos preceptos y mandatos en ninguna de ellas lo he podido encontrar, aunque… se me han llenado las entrañas de sonrisas porque muy en el fondo sé que ya lo había hallado; que ya nada volverá a ser como cuando partí en peregrinación a Tierra Santa y sé también, curiosamente, que todo sigue siendo tan sencillo y tan difícil como lo era antes de partir".
Por Elena Méndez-Leite
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