Enseguida se deja la calle de El-Wad y se gira a la derecha, para tomar de nuevo la Vía Dolorosa. Este tramo es muy característico de la Ciudad Vieja: estrecho y empinado, con escalones cada pocos pasos y numerosos arcos que cruzan la calle por arriba, uniendo los edificios de los dos lados. Justo en el arranque, a mano izquierda, hay una capilla que ya en el siglo XIII era de los franciscanos, donde se recuerda la quinta estación: a uno que pasaba por allí, que venía del campo, a Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que le llevara la cruz (Mc 15, 21).
En el conjunto de la Pasión, es bien poca cosa lo que supone esta ayuda. Pero a Jesús le basta una sonrisa, una palabra, un gesto, un poco de amor para derramar copiosamente su gracia sobre el alma del amigo (...).
A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz! (Vía Crucis, V estación ).
VI estación: una piadosa mujer enjuga el rostro de Jesús
Poco sabemos de esta mujer. Una tradición basada en textos apócrifos la identifica con la hemorroisa de Cafarnaún, llamada Berenice; al traducirse su nombre al latín, se convirtió en Verónica. En el medievo se sitúa su casa aquí, hacia la mitad de la calle, donde hoy existe una pequeña capilla con entrada directa desde la vía y encima una iglesia grecocatólica.
Una mujer, Verónica de nombre, se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de ese velo.
Poco sabemos de esta mujer. Una tradición basada en textos apócrifos la identifica con la hemorroisa de Cafarnaún, llamada Berenice; al traducirse su nombre al latín, se convirtió en Verónica. En el medievo se sitúa su casa aquí, hacia la mitad de la calle, donde hoy existe una pequeña capilla con entrada directa desde la vía y encima una iglesia grecocatólica.
Una mujer, Verónica de nombre, se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de ese velo.
El rostro bienamado de Jesús, que había sonreído a los niños y se transfiguró de gloria en el Tabor, está ahora como oculto por el dolor. Pero este dolor es nuestra purificación; ese sudor y esa sangre que empañan y desdibujan sus facciones, nuestra limpieza. Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias... Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus (Ibid., VI estación).
La capilla de la séptima estación, que está dividida en dos ambientes, también es propiedad de la Custodia de Tierra Santa.
Al final de la subida, la Vía Dolorosa desemboca en el Khan ez-Zait —el mercado del aceite—, el animado y concurrido zoco que viene de la puerta de Damasco. Delimita los barrios musulmán y cristiano, y coincide con el antiguo Cardo Massimo, la calle principal de la Jerusalén romana y bizantina. La séptima estación se encuentra en el cruce, donde hay una capillita propiedad de los franciscanos.
Cae Jesús por el peso del madero... Nosotros, por la atracción de las cosas de la tierra. Prefiere venirse abajo antes que soltar la Cruz. Así sana Cristo el desamor que a nosotros nos derriba (Ibid., VII estación, punto 1).
En el lugar de la octava estación, hay una piedra redonda de pequeñas dimensiones, con una cruz y una inscripción labradas: Jesucristo vence.
A pocos metros del lugar de la segunda caída, tomando la calle de San Francisco, que sube en dirección oeste y prolonga la Vía Dolorosa, se llega a la octava estación. Entre las gentes que contemplan el paso del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y prorrumpen en lágrimas (...).
Pero el Señor quiere enderezar ese llanto hacia un motivo más sobrenatural, y las invita a llorar por los pecados, que son la causa de la Pasión y que atraerán el rigor de la justicia divina:
—Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos... Pues si al árbol verde le tratan de esta manera, ¿en el seco qué se hará? (Lc 23, 28.31). Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si Él, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima.¡Qué poco es una vida para reparar! (Ibid., VIII estación ).
Para ir a la novena estación, quizá antiguamente había un paso más directo, pero hoy en día es necesario volver sobre los propios pasos hasta el zoco, seguirlo unos metros en dirección sur, y tomar una escalera que se abre en el lado derecho de la vía. Al final de un callejón, una columna señala la tercera caída. Está colocada en una esquina, entre un acceso a la terraza del convento etíope y la puerta de la iglesia copta de San Antonio.
El Señor cae por tercera vez, en la ladera del Calvario, cuando quedan sólo cuarenta o cincuenta pasos para llegar a la cumbre. Jesús no se sostiene en pie: le faltan las fuerzas, y yace agotado en tierra (Ibid., IX estación ).
Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar! Bien. Pero no olvides que el espíritu de penitencia está principalmente en cumplir, cueste lo que cueste, el deber de cada instante (Ibid., IX estación, punto 5).
Desde la novena estación, se puede llegar al patio de la basílica del Santo Sepulcro a través de la terraza del convento etíope.
El sitio donde se recuerda la última caída del Señor queda a pocos metros de la basílica del Santo Sepulcro. De hecho, las últimas cinco estaciones de la Vía Dolorosa se encuentran en su interior. Para ir allí, una opción es volver al zoco y recorrer algunas calles hasta llegar a la plazoleta que se abre frente a la entrada, en la fachada sur; es el itinerario habitual de la procesión de los viernes. La otra opción, más corta, consiste en cruzar la terraza del convento etíope —que a su vez es la cubierta de una de las capillas inferiores de la basílica—, y descender atravesando el edificio, que tiene una salida directa a la plaza, junto al lugar del Calvario. Lo visitaremos, para meditar las siguientes escenas de la Pasión, en el próximo artículo.
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