domingo, 24 de agosto de 2008

Diario de un peregrino. Día segundo.

Jueves, 1 de mayo. Recorrido por Jerusalén.

Jerusalén se muestra más real a la luz del sol. Bordeamos la muralla hasta la Puerta de Damasco y por ella entramos de nuevo a la ciudad, llena de vida legendaria, donde cientos, miles de musulmanes se afanan en el zoco con sus inagotables mercancías. Cada rincón está lleno de sonidos, colores, aromas… todos ellos embriagadores, que nos excitan y nos llevan a evocar el pasado lejano. Es fácil imaginar, sobre un trazado similar, el ir y venir de sus pobladores en tiempos de Jesucristo.
Pronto llegamos a una intersección con la Vía Dolorosa, y apenas somos capaces de reconocer los pasos que ayer dimos en absoluta soledad y silencio. Subimos por la calle santa desde la esquina donde se encuentra el Austrian Hospice, y al momento nos detenemos al paso de una procesión de peregrinos que se turnan para llevar a hombros una cruz, mientras salmodian y liberan su piedad y sus gestos de dolor. Continuamos hacia el comienzo de la Vía sin detener nuestros pasos. Más tarde haríamos el camino completo que hizo Cristo hasta el Calvario. La luz del día, y en cierto modo la multitud, parecen dar un aire de vulgaridad a lugar tan santo. Fue providencial el poder contemplarlo anoche transfigurado por la penumbra.
El ascenso por aquellas calzadas nos lleva a la Basílica de Santa Ana, donde se recuerda a los padres de la Virgen. Muy cerca pueden visitarse unos impresionantes restos arqueológicos, la Piscina Probática, cuyas ruinas esconden la veracidad y la historia del lugar: tallada en la roca; se muestran profundos estanques, plataformas y piletas, todo ello enmarcado o emergiendo entre vestigios de muros, arcos y columnas salpicados de vegetación salvaje. Esta cisterna abastecía de agua al Templo, fueron baños públicos de reconocidas propiedades curativas, y aquí es donde Jesús llevó a cabo la curación del paralítico.
La puerta de San Esteban abre la visión al valle de Josafat. ¡El valle de los muertos! Allí reposan cristianos, musulmanes y judíos; un lugar cerca del Cielo para todos ellos. Descendemos por la ladera hasta el fondo del barranco del torrente Cedrón. A partir de aquí se eleva el Monte de los Olivos.



En seguida llegaremos al Getsemaní, huerto donde se retirará Jesús con tres de sus apóstoles –Pedro, Santiago y Juan- y será prendido. Allá donde El se apartó como “un tiro de piedra” para orar, se levanta hoy la Basílica de la Agonía, de estilo bizantino, delante de cuyo altar se venera la losa de piedra sobre la que según parece el Señor oró en la víspera de su pasión. Ricos mosaicos celestes salpicados de puntos estrellados cubren sus cúpulas evocando la noche en que ocurrieron tales hechos. Los monjes franciscanos mantienen el recinto primorosamente cuidado, incluído un jardín con olivos milenarios que bien pudieran haber sido testigos excepcionales de aquella noche. Observando sus retorcidos y catedralicios troncos es difícil no concederles la gracia de su leyenda.
A partir de aquí no ascendemos más, sino que bajamos de nuevo al barranco con el propósito de seguir la muralla hacia el extremo sur, y hacer así el camino que Jesús el Nazareno recorrió maniatado desde el huerto, una vez preso de la patrulla romana y los guardias de los fariseos. Frente a nosotros tenemos ahora la Puerta Dorada – hoy tapiada por obra de albañilería sarracena -, aquella que sólo se abrirá en el fin del mundo, el día del Juicio Final. Los muertos que reposan en la ladera frente a ella ocuparán verdaderamente una posición excepcional al llegar tal acontecimiento. Nosotros no reparamos demasiado en ello.
Al atravesar el Cedrón y comenzar a subir hacia la muralla pasamos junto a la tumba del hijo del rey David – columna de Absalón –, la de Santiago el Menor y la del profeta Zacarías; vestigios del pasado remoto cincelados en la piedra. El sol es cegador mientras caminamos. Aquí, la imponente pared vuela sobre el valle haciendo que su ángulo, el llamado Pináculo, se distinga inaccesible para quien quisiera conquistarlo. Dicen que desde él tentó el Demonio a Jesucristo invitándole a saltar.
Continuamos bordeando la ciudad en busca del Cenáculo. Las callejuelas discurren flanqueadas por un mundo de piedra sin un trazado real. Un túnel, una puerta, una escalera te introduce en un nuevo espacio, quizás a otro nivel del suelo, a otra altura que te lleva a otros patios, que a su vez te conducirán hasta azoteas hermanadas con deslumbrantes cúpulas. Allá arriba descubrimos a un grupo de peregrinos que entonan a ese cielo milagroso sus cánticos gospel, lanzando también hacia arriba oscuros brazos y túnicas multicolores. El fervor se encuentra en cada lugar de esta ciudad.

El recinto donde se supone que Jesús celebró con los Apóstoles su última cena pascual judía es una sala sobria que invita al recogimiento. Me detengo tratando de imaginar la escena, la presencia, las palabras imborrables, las apariciones postreras…la dulzura del recuerdo tapiza estas paredes sencillas. La oración brota sincera.
Muy cerca, se llega a la Iglesia de la Dormición de la Virgen. Al descender a la cripta encuentras yaciente su figura de mármol como si fuera de cera. Una gran paz lo envuelve todo. Estaremos sentados a sus pies mientras nos dejen tranquilos.
Pasamos intramuros por la Puerta de Sión.
A primera hora de la tarde nos dirigimos a la Vía Dolorosa para rememorar, ¡para vivir!, la Pasión de Jesucristo. Es necesario abstraerse, pensar tan solo en cada estación lo que allí sucedió, dejar vagar el alma y las oraciones. A veces el gentío nos envuelve, pero tan sólo el lugar es trascendente. Jesús es condenado, carga su cruz, cae…capillas y rincones rememoran cada suceso. Todos los cristianos del mundo están aquí representados, como una pátina que cubriera estas losas superpuestas una y otra vez a las que pisó el Cristo, estas paredes que angostan el camino como provocando mayor contrición, y que te conducen bajo arcos y penosos ascensos hacia el Calvario. Atravesamos un convento copto, coloridas capillas abisinias y por una estrecha puerta salimos a un sombrío rincón ¡de la plaza por la que se accede al Santo Sepulcro! La oración y el recogimiento se disipan entre la muchedumbre y la sorpresa.
Ningún templo de la Cristiandad puede compararse a este. A través de los siglos, generaciones de creyentes han ido adosando santuarios, arcos, columnas, iglesias, túneles, escaleras que descienden a las entrañas del Gólgota, tumbas excavadas en la roca y escondidas en un mundo de caverna…
Traspasar la enorme puerta te conduce a un universo de arcaísmo, donde las profundidades envueltas en sombras comienzan en una especie de vestíbulo que alberga la losa de La Unción. Su autenticidad queda en entredicho, pero la Iglesia Ortodoxa Griega la venera con grandísima pidad, y así, sus fieles no cesan de postrarse ante ella, derramando lágrimas sobre el mármol rosado, besando y secándolo con sus pañuelos para llevarse éstos impregnados quizás de los aceites y perfumes que envolvieron al Señor. Un Patriarca se acerca rodeado de su séquito que le libra de la incomodidad de otros fieles, se inclina venerablemente y besa la brillante piedra. A continuación se dirigen a través de la penumbra hacia lo que se adivina una gran nave iluminada por miríadas de lámparas que cuelgan creando un ambiente de arcaico esplendor.
Seguimos el Vía Crucis casi trepando por una angosta escalera situada poco después de la entrada y que parece penetrar en el muro o en la montaña para conducirte hasta la cima del Calvario. ¡Qué lugar tan santo y lleno de devoción! En este nivel superior se encuentran dos capillas: una de la Iglesia Latina, custodiada por los Franciscanos, de exquisita sencillez, sobre cuyo altar un mosaico muestra a Jesús siendo crucificado junto a la imagen de la Dolorosa. Otra, propiedad de la ortodoxia griega, llena su espacio de lámparas de plata y oro, de iconos y paredes policromadas. Bajo el altar puede palparse el hueco de la roca que mantuvo la Cruz. El espíritu, al igual que los fieles, se agita, se postra ante este lugar santísimo y trata en vano de buscar el recogimiento sublime que quizás ha encontrado una figura de mujer, una sombra de ropas negras que se reduce así misma sobre un banco lateral.
Antes de bajar de aquella tribuna del sacrificio un balcón sobre el vestíbulo te sitúa entre decenas de lámparas colgantes, solas o en racimos, muestra de un sentido de la competencia entre latinos, griegos y armenios, que pugnan por elevar su autoridad y sus dominios en función de las luces que les son permitidas colocar, tras las cuales aparecen otros arcos, capiteles, pasajes, nuevas capillas como púlpitos…, confinado todo en una atmósfera de irreal arquitectura. Abajo, la Unción continúa atrayendo a mujeres de aspecto campesino que se arrodillan cubiertas sus cabezas con pañuelos y extienden sus brazos como queriendo abrazar el mármol pulido por los siglos y sus manos.
Una vez en el nivel principal de la Basílica, puede observarse la roca cruda y desnuda del Gólgota, la grieta que se abrió bajo la cruz, justo donde está situada la Capilla de Adán, debajo mismo de La Crucifixión. Y aún más abajo, como si de una caverna se tratara, se encuentra un altar en una pequeña nave no excavada, presente de forma natural en las entrañas mismas de la roca que le sirve de techumbre. El alma se encoge ante tanto peso espiritual. Un murmullo de rezos se extiende por doquier, avanzando por nuevos pasadizos, bajo arcadas de penumbra.
Se llega a una rotonda central iluminada en dorados por la luz celestial que llega desde su alta cúpula. Un templete gigante, escoltado por ciclópeos candelabros, guarda celosamente el Santo Sepulcro. Gentes de todas las razas, cristianos del mundo, se agolpan a su puerta deseosos de ver y tocar lo inefable. No dispongo más que de pocos segundos para encontrarme en tal lugar, suficientes para sentir como si de aquel angosto nicho, tenuemente iluminado, brotara toda la soledad del mundo, el silencio absoluto, la nada, el inicio de todo. La losa sobre la que reposó el cuerpo es de color y textura carnal. No puedo ver nada más, tan solo unas lucecitas que penden de las paredes remarcando quizás el tránsito que allí se siente: el paso de la muerte a la vida. En aquel espacio, Jesús se levantó, y yo siento cómo abrazo la fe y la esperanza que me enseñaron, sin resquicios ni dudas. He de salir. La orden taxativa del guardián no deja lugar a titubeos. Es un monje de la ortodoxia griega, de túnica oscura, bonete y largas barbas blancas.
En el lado opuesto a la entrada, incrustada en el arcaico monumento, existe una diminuta capilla en la que un ermitaño hace a su vez guardia eterna, ajeno a todos los que nos asomamos. Y muy cerca se accede a una cueva que también dará paso a extraños y remotos lugares a través de puertas cerradas. Al fondo, en aparente inexistencia, está la tumba de José de Arimatea, quien mandó prepararse ésta después de ceder la suya propia al Cristo para que pudiera ser enterrado antes del anochecer de aquel Viernes Santo, víspera de la Pascua judía. El mismo Herodes le dio permiso para que Jesús fuera descolgado y sepultado. Me invade la sensación de estar en el lugar de los hechos y ¡ay!, casi la de estar allí entonces, rodeado de huertos, a los pies del Gólgota, con un aire frío que mece las ramas de algún árbol, una luz crepuscular y el olor de la muerte y el fin. Juan abraza aún a María inmersos en el dolor, y saben que todo ha de ser arreglado.
Sólo los siglos han permanecido aquí, en este santísimo escenario, pacientemente enriqueciéndose de infinita fe.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué articulo mas interesante. Nunca habia visto hablar de Jerusalén asi. Solo con leerlo dan ganas de ir a visitar los santos lugares. Yo espero hacerlo pronto pues iré a Tierra Santa el 28 de septiembre.

Christophe R.