Contemplamos ese amor infinito de Jesús desde los primeros compases del misterio pascual, cuando se dispone a cumplir su entrada mesiánica en la ciudad de David, llegando por el camino de Betania y Betfagé. Narran los evangelistas que envió a dos discípulos a una aldea cercana, y allí tomaron un borrico, sobre el que hicieron montar al Señor. Y mientras descendía la ladera del monte de los Olivos, entre las alabanzas que la multitud dirigía a Dios, al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo:
—¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que no solo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho (Lc 19, 41-44.)
Aquel llanto de Cristo se recuerda en el santuario del Dominus Flevit, situado en la falda occidental del monte de los Olivos. Se trata de una pequeña capilla construida por la Custodia de Tierra Santa en 1955, sobre un terreno que pertenecía a las religiosas benedictinas que tienen su convento en la cima. Aunque no existe una ubicación tradicional segura relacionada con el hecho evangélico —pues fue cambiando con las épocas—, el lugar actual conserva vestigios de la presencia cristiana desde los primeros siglos: las excavaciones arqueológicas realizadas entre 1953 y 1955 condujeron al hallazgo de una necrópolis con cien tumbas —que van desde la edad de bronce hasta los periodos romano, herodiano y bizantino— y los restos de una capilla y un monasterio que, por algunos pavimentos de mosaico, podrían datarse hacia el siglo VII.
Se llega al Dominus Flevit por una carretera bastante empinada que comunica Getsemaní y la cumbre del monte de los Olivos. La mayor parte de esa ladera —que correspondería al valle de Josafat bíblico (Cfr. Jl 4, 2.12)- está ocupada por cementerios judíos. Al entrar en la propiedad franciscana, un camino flanqueado de cipreses, olivos y palmeras conduce hasta la iglesia. Alrededor, pueden apreciarse los descubrimientos arqueológicos. El edificio, con planta de cruz griega y cerrado con una cúpula de arcos apuntados, se orienta al oeste y tiene un gran ventanal en el ábside, abierto hacia la Ciudad Santa: muestra al peregrino la misma panorámica que vería Jesús cuando descendió desde Betfagé. En las paredes, cuatro relieves representan escenas relacionadas con la entrada mesiánica de Cristo; y en el frontal del altar, un mosaico hace referencia a otro lamento del Señor:
—¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. Mirad, vuestra casa se os va a quedar desierta. Así pues, os aseguro que ya no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor (Mt 23, 37-39; cfr. Lc 13, 34-35.)
La vista de la ciudad antigua desde el extremo del recinto es magnífica, en particular por la mañana, cuando los rayos del sol iluminan la piedra de los edificios: a los pies, el Cedrón, que separa Jerusalén del monte de los Olivos; en la vertiente oriental del torrente, los cementerios judíos, y en la occidental, junto a la muralla, los musulmanes; enfrente, la explanada del antiguo Templo, hoy de las mezquitas, con la dorada Cúpula de la Roca en el centro y la de Al-Aqsa a la izquierda; detrás, las cúpulas de la basílica del Santo Sepulcro y, algo más lejos, a la derecha, la torre espigada del convento franciscano de San Salvador, sede de la Custodia de Tierra Santa; al sur de la muralla, las excavaciones arqueológicas en la colina del Ofel y la antigua Ciudad de David; más allá, entre algunos árboles, la iglesia de San Pedro in Gallicantu; y al fondo, en la línea del horizonte, la basílica y la abadía benedictina de la Dormición, en el monte Sión.
«La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 570.)
La muchedumbre de los discípulos, al comprobar el cumplimiento de los oráculos proféticos y sentir cercana la manifestación del Reino, acompaña a Cristo gozosamente: «gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz —la luz del amor de Jesús, de su corazón—, de alegría, de fiesta» (Francisco, Homilía, 24-III-2013.)
Al mismo tiempo, ese júbilo se ve turbado por el llanto del Señor. Su gesto de dirigirse a la Ciudad Santa montado en un pollino era como una última llamada al pueblo: por las entrañas de misericordia de nuestro Dios —había dicho Zacarías en el Benedictus—, el Sol naciente nos visitará desde lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1, 78-79); sin embargo, Jerusalén, que había visto tantos signos del Maestro, no sabrá reconocerlo como el Mesías y el Salvador.
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