sábado, 7 de marzo de 2015

El Cenáculo, lugar de la Última Cena

En la planta baja se conserva parte del claustro del convento franciscano del siglo XIV. En la imagen se aprecian, en el primer piso, las tres ventanas del Cenáculo. Firma: Alfred Driessen.Se accede al Cenáculo a través de un edificio anexo, subiendo unas escaleras interiores y atravesando una terraza a cielo abierto. Se trata de una sala de unos 15 metros de largo y 10 de ancho, prácticamente vacía de adornos y mobiliario. Varias pilastras en las paredes y dos columnas en el centro, con capiteles antiguos reutilizados, sostienen un techo abovedado. En las claves quedan restos de relieves con figuras de animales; en particular, se reconoce un cordero. 

Algunos añadidos son evidentes, como la construcción hecha en 1920 para la plegaria islámica en la pared central, que tapa una de las tres ventanas, o un baldaquino de época turca sobre la escalera que lleva al nivel inferior; este dosel se apoya en una columnita cuyo capitel es cristiano, pues está adornado con el motivo eucarístico del pelícano que alimenta a sus crías. La pared de la izquierda conserva partes que se remontan a la era bizantina; a través de una escalera y una puerta, se sube a la pequeña sala donde se recuerda la venida del Espíritu Santo. En el lado opuesto a la entrada, hay una salida hacia otra terraza, que comunica a su vez con la azotea y se asoma al claustro del convento franciscano del siglo XIV.

En la actualidad no es posible el culto en el Cenáculo. Solamente el beato Juan Pablo II gozó del privilegio de celebrar la Santa Misa en esta sala, el 23 de marzo de 2000. Cuando Benedicto XVI viajó a Tierra Santa en mayo de 2009, rezó allí el Regina coeli junto con los Ordinarios del país. Debido a la existencia del cenotafio en honor de David, que se veneraba como la tumba del rey bíblico, muchos judíos acuden al nivel inferior para rezar ante ese monumento.

La presencia cristiana en el monte Sión pervive en la basílica de la Dormición de la Virgen —que incluye una abadía benedictina— y el convento de San Francisco. La primera fue construida en 1910 sobre unos terrenos que obtuvo Guillermo II, emperador de Alemania; la cúpula del santuario, con un tambor muy esbelto, se distingue desde muchos puntos de la ciudad. En el convento franciscano, fundado en 1936, se encuentra el Cenacolino o iglesia del Cenáculo, el lugar de culto más cercano a la sala de la Última Cena.

La sala del Cenáculo conserva la arquitectura gótica con que fue restaurada en el siglo XIV. En la fotografía, hecha desde la zona de la entrada, se ve la construcción para la plegaria musulmana en el muro de la derecha, y la escalera y la puerta que conducen a la capilla de la venida del Espíritu Santo en la pared del fondo. Firma: Jasón Harman (www.jasonharman.com).¿Qué distingue esta noche de todas las noches? Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables (Amigos de Dios,222). Ardientemente había deseado que llegara esa Pascua (Cfr. Lc 22, 15), la más importante de las fiestas anuales de Israel, en la que se revivía la liberación de la esclavitud en Egipto. Estaba unida a otra celebración, la de los Ácimos, en recuerdo de los panes sin levadura que el pueblo debió tomar durante su huida precipitada del país del Nilo. Aunque la ceremonia principal de aquellas fiestas consistía en una cena familiar, esta poseía un carácter religioso fuerte: «era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura» (Benedicto XVI, Exhort. apost.Sacramentum caritatis, 10).

Durante esa celebración, el momento decisivo era el relato de la Pascua o hagadá pascual. Empezaba con una pregunta del más joven de los hijos al padre: —¿Qué distingue esta noche de todas las noches? La respuesta daba ocasión para narrar con detalle la salida de Egipto. El cabeza de familia tomaba la palabra en primera persona, para simbolizar que no solo se recordaban aquellos hechos, sino que se hacían presentes en el ritual. Al terminar, se entonaba un gran cántico de alabanza, compuesto por los salmos 113 y 114, y se bebía una copa de vino, llamada de la hagadá. Después, se bendecía la mesa, empezando por el pan ácimo. El principal lo tomaba y daba un trozo a cada uno con la carne del cordero.

Una vez tomada la cena, se retiraban los platos y todos se lavaban las manos para continuar la sobremesa. La conclusión solemne se comenzaba sirviendo el cáliz de bendición, una copa que contenía vino mezclado con agua. Antes de beberlo, el que presidía, puesto en pie, recitaba una larga acción de gracias.

Al tener la Última Cena con los Apóstoles en el contexto del antiguo banquete pascual, el Señor lo transformó y le dio su sentido definitivo: «en efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1340). 

En una de las claves son visibles los restos de un cordero. Firma: Alfred Driessen.Cuando el Señor en la Última Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche (...). Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección (Es Cristo que pasa, 155).

En la intimidad del Cenáculo, Jesús hizo algo sorprendente, totalmente inédito: tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: —Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía (Lc 22, 19). Sus palabras expresan la radical novedad de esta cena con respecto a las anteriores celebraciones pascuales. Cuando pasó el pan ácimo a los discípulos, no les entregó pan, sino una realidad distinta: esto es mi cuerpo. «En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo (...). Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo» (Benedicto XVI, Homilía de la Misa in Cena Domini, 9-IV-2009). Y al mismo tiempo que instituyó la Eucaristía, donó a los Apóstoles el poder de perpetuarla, por el sacerdocio.

También con el cáliz Jesús hizo algo de singular relevancia: tomó del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, y se lo pasó diciendo: —Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros (Lc 22, 20). Ante este misterio, el beato Juan Pablo II planteaba: «¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir "Éste es mi cuerpo", "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre", sino que añadió "entregado por vosotros... derramada por vosotros" (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos» (Beato Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, 11-12).

Benedicto XVI, dirigiéndose a los Ordinarios de Tierra Santa en el mismo lugar de la Última Cena, enseñaba: «en el Cenáculo el misterio de gracia y salvación, del que somos destinatarios y también heraldos y ministros, solo se puede expresar en términos de amor» (Benedicto XVI, Rezo del Regina Coeli con los Ordinarios de Tierra Santa): el de Dios, que nos ha amado primero y se ha quedado realmente presente en la Eucaristía, y el de nuestra respuesta, que nos lleve a entregarnos generosamente al Señor y a los demás.

Ante Jesús Sacramentado —¡cómo me gusta hacer un acto de fe explícita en la presencia real del Señor en la Eucaristía!—, fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra, hasta el último rincón del planeta donde haya un hombre que gaste generosamente su existencia en servicio de Dios y de las almas (Amigos de Dios, 154).

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