Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre (cfr. Lc 22, 44), que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama (Amigos de Dios, 25).
Los relatos evangélicos nos han transmitido el emplazamiento del campo al que Jesús se retiró una vez terminada la Última Cena: salió y como de costumbre fue al monte de los Olivos (Lc 22, 39), al otro lado del torrente Cedrón (Jn 18, 1), y con los Apóstoles llegó a un lugar llamado Getsemaní (Mt 26, 36; Mc 14, 32). Según estas indicaciones, se trataba de un huerto donde había una prensa para extraer aceite —es el significado del nombre—, y quedaba fuera de las murallas de Jerusalén, al este de la ciudad, en el camino hacia Betania.
Aparte de que aquel paraje debía de ser muy conocido, pues Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos (Jn 18, 2), no extraña que los primeros cristianos conservasen la memoria de un sitio donde ocurrieron hechos trascendentales de la historia de la salvación. En el huerto de los Olivos, ante la inminencia de la Pasión, que se desencadenará con la traición de Judas, el Señor advierte la necesidad de rezar: sentaos aquí, mientras hago oración, dice a los Apóstoles. Y se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a afligirse y a sentir angustia. Y les dice: —Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, se postró en tierra y rogaba que, a ser posible, se alejase de él aquella hora. Decía: —¡Abbá, Padre! Todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú (Mc 14, 32-36).
La congoja era tal, que se le apareció un ángel del cielo que le confortaba. Y entrando en agonía oraba con más intensidad. Y le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo (Lc 22, 43-44). La plegaria de Cristo contrasta con la actitud de los Apóstoles: cuando se levantó de la oración y llegó hasta los discípulos, los encontró adormilados por la tristeza. Y les dijo: —¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en tentación (Mc 45-46). Tres veces volvió Jesús junto a los que le acompañaban, y las tres veces los halló cargados de sueño, hasta que ya fue demasiado tarde: ¿Aún podéis dormir y descansar...? Se acabó; llegó la hora. Mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar. Todavía estaba hablando, cuando de repente llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de gente con espadas y palos (Mc 14, 41-43). Con un beso delató al Señor, que fue prendido mientras los discípulos lo abandonaban y huían.
Gracias a la peregrina Egeria, sabemos que en la segunda mitad del siglo IV se celebraba una liturgia durante el Jueves Santo «en el lugar donde rezó el Señor», y que allí había «una iglesia elegante» (Itinerarium Egeriae, XXXVI, 1 (CCL 175, 79). Los fieles entraban en el templo, oraban, cantaban himnos y escuchaban los relatos evangélicos sobre la agonía de Jesús en el huerto. Después, en procesión, se dirigían a otro sitio de Getsemaní donde se recordaba el prendimiento (Cfr. Ibid., 2-3 (CCL 175, 79-80).
Siguiendo esta tradición y otras igualmente antiguas, en la actualidad se veneran tres lugares relacionados con los acontecimientos de aquella noche: la roca sobre la que oró el Señor, un jardín que custodia ocho olivos milenarios con algunos de sus retoños, y la gruta donde se habría producido el prendimiento. Apenas unas decenas de metros los separan, en la zona más baja del monte de los Olivos, casi en el fondo del Cedrón, en medio de un paisaje muy sugestivo: este torrente, como la mayoría de los wadis palestinos, es un valle seco y recibe agua solo con las lluvias de invierno; la falda del monte, al contrario que la cima, está poco habitada, porque grandes extensiones del terreno se han destinado a cementerios; abundan los olivares, dispuestos en terrazas, y también los cipreses, en los bordes de los caminos.
La roca sobre la que, según la tradición, rezó el Señor se encuentra en el interior de la basílica de la Agonía o de Todas las Naciones. Recibe este nombre porque dieciséis países colaboraron en su construcción, llevada a cabo entre 1922 y 1924. Sigue la planta de la iglesia bizantina, de la que poco más que los cimientos ha llegado hasta nosotros, pues un incendio la destruyó, posiblemente antes del siglo VII. Medía 25 por 16 metros, tenía tres naves y tres ábsides, y disponía de pavimentos adornados con mosaicos; algunos fragmentos de estos se conservan, protegidos por vidrios, junto a los actuales. Al edificar el santuario moderno, también se hallaron vestigios de otro de época medieval. Fue erigido por los cruzados en el mismo lugar que la basílica primitiva, pero de un tamaño mayor y con una orientación diversa, hacia el sudeste, lo que hace pensar que no advirtieron los restos precedentes. Quedó abandonado tras la toma de Jerusalén por Saladino.
Desde el Cedrón, destaca el amplio atrio de la basílica, con tres arcos sostenidos por pilastras y columnas adosadas. La fachada está rematada con un frontón. En el tímpano, decorado con mosaico, se representa a Cristo como Mediador entre Dios y la humanidad. Los días soleados, la luminosidad en el exterior contrasta con la penumbra del interior: las ventanas filtran la luz con tonos azulados, lilas y violetas, que recuerdan las horas de agonía de Jesús y disponen al peregrino al silencio, el recogimiento y la contemplación. Las doce cúpulas, sostenidas en el centro de la iglesia por seis esbeltas columnas, refuerzan esta sensación por medio de unos mosaicos que sugieren el cielo estrellado.
En el presbiterio, delante del altar, sobresale del pavimento la roca venerada. La rodea una artística corona de espinas. Detrás, en el ábside central, está representada la agonía de Jesús en el huerto; en los laterales, también en mosaico, figuran la traición de Judas y el prendimiento.
El terreno en el que se levanta la basílica es propiedad de la Custodia de Tierra Santa desde la segunda mitad del siglo XVII. Cuando fue adquirido, lo más notable que conservaba, además de las ruinas medievales y bizantinas, era el llamado jardín de las flores: un área no cultivada, cercada por un muro, donde crecían ocho olivos que las tradiciones locales databan de la época de Cristo. Mientras los franciscanos esperaban el momento oportuno de reconstruir la iglesia, protegieron aquellos olivos milenarios, ligados sin duda a la tradición cristiana del lugar, de forma que han llegado vivos hasta nosotros.
Impresiona el aspecto añejo que tienen. Los botánicos que los han estudiado no han llegado a un acuerdo para fijar su edad: algunos sostienen que fueron plantados en el siglo XI y que provienen de una misma rama, y otros que su enorme grosor permite aventurar que se remonten al primer milenio. Sean más o menos antiguos, eso no resta interés por preservarlos como testimonios silenciosos que perpetúan el recuerdo de Jesús y de la última noche de su paso por la tierra.
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