Quiero incluir estas entradas sobre la Sagrada Familia de Nazaret en estos días, para que nos ayuden a rezar por el Sínodo de la Familia que esta teniendo lugar en Roma. Acudimos a la Sagrada Familia de Nazaret por los frutos de este Sínodo. Para que todas las familias del mundo vivan como la Sagrada Familia, donde el centro de la vida en familia era el amor.
La ciudad de Nazaret cuenta hoy con unos 70.000 habitantes, aunque en tiempos del Señor no pasaba de ser un pequeño poblado en el que vivían poco más de un centenar de personas, dedicadas en su mayoría a la agricultura.
La aldea estaba situada en la falda de una colina, rodeada de otros promontorios que formaban algo así como un anfiteatro natural. El trabajo de los arqueólogos ha permitido descubrir cómo eran las casas en esta zona de Galilea hace dos mil años: muchas eran cuevas excavadas en la roca, a veces ampliadas exteriormente con una sencilla construcción. Algunas disponían de una bodega, de un granero, de una cisterna para guardar agua.
En Nazaret hay varios enclaves en los que se conserva el recuerdo de la presencia del Señor: el más importante es la basílica de la Anunciación; otros lugares evangélicos son la Sinagoga y el cercano Monte del Precipicio, que rememoran el rechazo de algunos nazarenos tras haber escuchado la predicación de Jesús; además, están la Fuente de la Virgen, donde según algunas tradiciones antiguas María iría a buscar agua; la Tumba del Justo, en la que habría sido enterrado el Santo Patriarca; y la iglesia de San José, construida sobre los restos de una casa que la piedad popular ha identificado desde hace muchos siglos con el hogar de la Sagrada Familia.
La “cripta de san José”. El templo que vemos hoy se encuentra a cien metros de la basílica de la Anunciación. Fue construido en 1914, con estilo neo-románico, sobre las ruinas de edificaciones anteriores: existía, en efecto, una iglesia del tiempo de los cruzados (siglo XII), que los musulmanes habían asolado en el siglo XIII.
Cuando los franciscanos llegaron a Nazaret, por el año 1600, encontraron que entre los cristianos del lugar se había transmitido una tradición popular que identificaba esa iglesia –llamada también de la Nutrición, por ser el sitio donde habría sido criado el Niño Jesús– con el taller de José y la casa donde vivía la Sagrada Familia. Las excavaciones realizadas en 1908 sacaron a la luz restos de una primitiva iglesia bizantina (siglos V-VI), que habría sido construida en el lugar donde todavía hoy –en la cripta– pueden observarse algunas dependencias de una casa que los arqueólogos datan en el primer o segundo siglo de nuestra era: una bodega excavada en la roca, varios silos, cisternas para el agua..., así como lo que posiblemente era un baptisterio, al que se bajaba por una escalera de siete peldaños y que contiene algunos mosaicos.
Aunque estos hallazgos son significativos, sin embargo no permiten a los arqueólogos asegurar con toda certeza que esta y no otra fuese efectivamente la casa de la Sagrada Familia. Sería preciso contar con fuentes antiguas que lo atestiguasen, como sucede en otros lugares santos: por ejemplo, en la cercana basílica de la Anunciación. No obstante, tomando pie de la antigua y venerable tradición popular, bien podemos acercarnos con cariño a la cripta de la iglesia de San José para, de la mano de san Josemaría, meternos en aquel hogar de Nazaret donde Jesús pasó treinta años de su vida en la tierra. "Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado y recibió a su esposa", narra san Mateo (Mt 1, 24).
De las narraciones evangélicas –comenta san Josemaría- se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.
"No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana" (Es Cristo que pasa, 40).
San Josemaría Escrivá de Balaguer solía utilizar una breve definición de San José: "es el santo de la humildad rendida..., de la sonrisa permanente y del encogimiento de hombros". Con ello quería expresar la absoluta disposición del Santo Patriarca, noche y día, para hacer la Voluntad de Dios, sereno y confiado para abrirse paso a través de las dificultades, atento a las personas que Dios había puesto bajo su tutela.
"Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación (...). José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino, que no cabe la rutina. Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos" (Es Cristo que pasa, 54).
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