El recinto de la basílica de la Agonía y del huerto de Getsemaní incluye también un convento franciscano. Fuera de la propiedad, unas decenas de metros hacia el norte, está la gruta del Prendimiento, que también pertenece a la Custodia de Tierra Santa. Se accede a través de un estrecho pasillo, que parte desde el patio de entrada a la Tumba de la Virgen. Este santuario mariano merecerá un artículo aparte, junto con la basílica de la Dormición del monte Sión: por ahora, basta con decir que, según algunas tradiciones, allí habría sido trasladado el cuerpo de Nuestra Señora desde el barrio del Cenáculo, antes de la Asunción; la iglesia es compartida por las comunidades griega, armenia, siria y copta.
El pasillo a la derecha de la iglesia de la Asunción conduce a la gruta del Prendimiento. Firma: Leobard Hinfelaar.
La gruta mide unos 19 metros de largo por unos 10 de ancho. Algunos vestigios arqueológicos permiten pensar que era utilizada como vivienda temporal o como almacén por el dueño del huerto. Aquí se cree que los ocho apóstoles descansaban la noche del prendimiento de Jesús. Después de las horas en agonía y oración, cuando el Señor notó la llegada de Judas, habría ido ahí con los otros tres apóstoles para advertirles de lo que iba a suceder. Por tanto, desde esa parte de Getsemaní salió al encuentro del tropel de guardias.
Numerosos grafitos, incididos por los peregrinos en diversas lenguas y épocas sobre los revoques de las paredes y el techo, son el testimonio de una veneración casi ininterrumpida: en el siglo IV, la cueva se utilizaba ya como capilla y su pavimento se había adornado con mosaicos; del V al VIII, acogió enterramientos cristianos; en época de los cruzados, fue decorada con frescos; desde el siglo XIV, los franciscanos obtuvieron algunos derechos de culto sobre el lugar, hasta que finalmente pudieron adquirirlo. Una restauración realizada en 1956 sacó a la luz la estructura primitiva, con un lagar y una cisterna; encima de la gruta, en la misma propiedad, se descubrieron los restos de una antigua prensa de aceite.
No se haga mi voluntad... Son tantas las escenas en las que Jesucristo habla con su Padre, que resulta imposible detenernos en todas. Pero pienso que no podemos dejar de considerar las horas, tan intensas, que preceden a su Pasión y Muerte, cuando se prepara para consumar el Sacrificio que nos devolverá al Amor divino. En la intimidad del Cenáculo su Corazón se desborda: se dirige suplicante al Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo, anima a los suyos a un continuo fervor de caridad y de fe.
Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en Getsemaní, cuando percibe que ya es inminente la Pasión, con las humillaciones y los dolores que se acercan, esa Cruz dura, en la que cuelgan a los malhechores, que Él ha deseado ardientemente. Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz (Lc 22, 42). Y enseguida: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Ibid.) (Amigos de Dios, 240).
Si somos conscientes de que somos hijos de Dios, de que nuestra vocación cristiana exige seguir los pasos del Maestro, la contemplación de su plegaria y agonía en el huerto de los Olivos ha de llevarnos al diálogo con Dios Padre. «Con su oración, Jesús nos enseña a orar» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2607); y además de ser nuestro modelo, nos convoca a la oración, igual que a Pedro, Santiago y Juan, cuando se los llevó consigo y les pidió que velasen con Él: orad, para que no entréis en la tentación. —Y se durmió Pedro. —Y los demás apóstoles. —Y te dormiste tú, niño amigo..., y yo fui también otro Pedro dormilón (Santo Rosario, I misterio doloroso).
No hay justificaciones para abandonarse al sueño: todos podemos rezar; con más exactitud, todos debemos rezar, porque hemos venido al mundo para amar a Dios, alabarle, servirle y luego, en la otra vida —aquí estamos de paso—, gozarle eternamente. ¿Y qué es rezar? Sencillamente, hablar con Dios mediante oraciones vocales o en la meditación. No cabe la excusa de que no sabemos o nos cansamos. Hablar con Dios para aprender de Él, consiste en mirarle, en contarle nuestra vida —trabajo, alegrías, penas, cansancios, reacciones, tentaciones—; si le escuchamos, oiremos que nos sugiere: deja aquello, sé más cordial, trabaja mejor, sirve a los demás, no pienses mal de nadie, habla con sinceridad y con educación...(Javier Echevarría, Getsemaní: en oración con Jesucristo, p. 12).
Jesús, solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre. De rodillas sobre el duro suelo, persevera en oración... Llora por ti... y por mí: le aplasta el peso de los pecados de los hombres.
Benedicto XVI, en una audiencia que dedicó a la oración de Jesús en Getsemaní, se refería a la capacidad que tenemos los cristianos, si buscamos una intimidad cada vez mayor con Dios, de traer a esta tierra un anticipo del cielo: «cada día en la oración del Padrenuestro pedimos al Señor: "hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6, 10). Es decir, reconocemos que existe una voluntad de Dios con respecto a nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios para nuestra vida, que se ha de convertir cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos, además, que es en el "cielo" donde se hace la voluntad de Dios y que la "tierra" solamente se convierte en "cielo", lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, si en ella se cumple la voluntad de Dios. En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y estupenda de Getsemaní, la "tierra" se convirtió en "cielo"; la "tierra" de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de forma que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Esto es importante también en nuestra oración: debemos aprender a abandonarnos más a la Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de salir de nosotros mismos para renovarle nuestro "sí", para repetirle que "se haga tu voluntad", para conformar nuestra voluntad a la suya» (Benedicto XVI, Audiencia, 1-II-2012).
Jesús, solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre. De rodillas sobre el duro suelo, persevera en oración... Llora por ti... y por mí: le aplasta el peso de los pecados de los hombres (Santo Rosario, I misterio doloroso).
Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo —prueba de su cariño por ti— de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.
Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús (Forja, 161).
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