El 17 de marzo de 1994, el beato Álvaro y sus acompañantes emprendieron el viaje de Nazareth a Caná de Galilea, lugar donde visitaron la iglesia donde se recuerdan el episodio de las Bodas. Allí leyeron el relato correspondiente del Evangelio de San Juan.
Siguieron su camino para el Monte Tabor, donde celebraron la Santa Misa, en la capilla de Moisés del Santuario. Antes, en el coche, habían leído y meditado los textos evangélicos de la Transfiguración del Señor. Al bajar del Monte quiso don Álvaro que se recogiesen algunas flores campestres de aquel lugar, para llevarlas a Roma.
Siguieron su camino hacía Jerusalén por la carretera del valle del Jordán. Antes de pasar por Jericó leyeron los textos del Evangelio de la curación del ciego (el “Domine, ut videam! Que tanto repitió San Josemaría desde que notó la llamada del Señor) y el del encuentro con Zaqueo. Precisamente se pararon a la entrada de Jericó junto a un sicomoro que allí había.
Que esto nos sirva también a nosotros para acordarnos de que, como Zaqueo, hemos de hacer esfuerzos para tratar al Señor; y si hacemos ese esfuerzo, no dejaremos nunca de escuchar su llamada.
Después, siguieron su camino hacia Jerusalén y desde el coche divisaron el monte de las tentaciones. Al llegar a la Ciudad Santa, Don Álvaro quiso visitar y hacer oración en la Basílica del Santo Sepulcro. Conmovido de emoción, se arrodilló y colocó su frente sobre la piedra del Santo Sepulcro. Fue un rato de prolongado silencio, absorto el beato en el Misterio de la Muerte y Resurrección del Señor. Pasó a visitar el lugar del Calvario y, a pesar de sus años y dificultades físicas, se arrodilló y echó adelante su cabeza para besar y poner las manos en el agujero que la tradición considera como el lugar donde estuvo clavada la Cruz de Jesucristo.
Uno de los acompañantes de don Álvaro en este viaje, Mons. Joaquín Alonso, recuerda una anéctoda de ese día:
El 17 de marzo, don Alvaro escribió varias postales, para mandar un recuerdo desde Tierra Santa a sus hijas e hijos de Roma y a personas de la Santa Sede. Ese mismo día y el siguiente echamos al correo las cartas. Mi sorpresa fue que al día siguiente de llegar a Roma, cuando ya el Señor había llamado a don Álvaro a la vida eterna, me di cuenta de que se me había quedado en la cartera, sin echar al correo, una de las postales que escribió el 17: justo la que dirígía a Mons. Stanislaw Dziwisz, para que le hiciera llegar al Santo Padre su constante recuerdo y oraciones desde Jerusalén. La leí y que me quedé conmovido: don Álvaro pedía a don Stanislaw que hiciera llegar al Papa el deseo de ser (lo decía en plural) fideles "usque ad mortem". No resistí a fotocopiar el texto, antes de hacer llegar enseguida la postal a don Stanislaw. Fueron éstas las últimas palabras que don Álvaro dirigió al Papa.
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